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Columna
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Ingeniería teológica

'Los ReyesE Magos tenían eso: que hacían posible lo imposible''Los Reyes Magos tenían eso: que hacían posible lo imposible'

La ventaja de escribir hoy es que los niños de menos de cinco años no suelen leer columnas periodísticas. Esa impunidad nos permite abordar de frente, cara a cara, sin anestesia, a calzón quitado, uno de los problemas más sangrantes de la condición humana: que los Reyes Magos no existen. La afirmación no es sólo un hecho objetivo: hay en ella bastante melancolía. Después de todo, hubo un tiempo en que el que escribe creía ciegamente en aquellos prodigiosos individuos. Los Reyes eran unos tipos verdaderamente brillantes que lograban salvar toda clase de inconvenientes logísticos y se encaramaban, con sus camellos, a los altos edificios de pisos. Allí volteaban su generosa carga de juguetes. Nada importaba que esta labor abarcara gran parte del planeta; nada importaba, en el fondo, que fueran solamente tres, acompañados de sendos pajes subordinados. La noche de Reyes era la más larga del año, ya que aquellos tipos laboriosos necesitaban mucho tiempo para repartir regalos a mansalva. Quizás también la noche se hacía larga debido a nuestra excitación, a nuestro insomnio, hasta quedar vencidos por el sueño de madrugada.

Los Reyes tenían eso: que hacían posible lo imposible. Desde una perspectiva teológica, sin embargo, su figura implica otro efecto extraordinario: hacer de los padres y las madres delegados de Dios en el planeta, eficaces agencias del más allá. Rappel es un imbécil en comparación con el minucioso trabajo que suelen realizar tantos esforzados progenitores en la noche de Reyes. Porque la noche de Reyes permite a los padres el extraño ejercicio del milagro, y uno, que se ha convertido en padre, carga ahora con ese singular deber. Hay que revivir, en consecuencia, toda la parafernalia del mito, habilitar la salita de casa para un hecho excepcional, apuntalar con la sorpresa propia la sorpresa mayor de un niño muy pequeño.

Todo esto, también, es un milagro. Tengo suerte de que mi hijo de dos años no siga atentamente la prensa diaria: por eso puedo hablar con semejante desparpajo. Personalmente, pienso apuntalar la farsa hasta el final. El chico no tiene hermanos mayores que hagan un estúpido ejercicio de madurez diciéndole que los Reyes son los padres. De modo que se prolongará el infundio durante algunos años. El desengaño vendrá por otras fuentes: el colegio, que siempre ha sido para los niños un barrio de mala vida, la progresiva percepción de la mentira, la sensación de que se trata de algo demasiado increíble para creérselo del todo. En fin, es su problema. Nada puede hacerse contra las trampas de la edad.

Hubo un tiempo en que yo también me lo creía todo. Los Reyes Magos eran unos tipos fantásticos. Y cuando tronaba, según decía mi amama, era porque los ángeles jugaban a los bolos en el cielo. Yo me imaginaba unos angelotes enormes que corrían sobre la enorme bolera celestial, divirtiéndose, como si de vez en cuando tuvieran que hacer un alto en su permanente loa a la divinidad. Nosotros, los pequeños, también nos divertíamos un poco: suponíamos, después de todo, que los ángeles jugaban emocionantes campeonatos. Alguien me contó una vez que las estrellas que suelen verse por la noche son pequeñas grietas en la bóveda del cielo, por donde se filtra la luz que existe al otro lado, en el Paraíso. De niño, miraba el cielo fascinado, imaginando cómo sería ese mundo que apenas dejaba escapar una luz cegadora, pero tan distante, por aquellos lejanos agujeritos.

Cosas de la infancia. Por cierto, según me contó mi madre, yo también tenía un ángel de la guarda. Se trataba de un secreto aliado en el que llegué a confiar bastante. Nunca lo había visto, pero yo atribuía el hecho a la abnegación de su trabajo. Era una suerte, pensaba, contar con un escolta como aquel, cuya invisibilidad parecía la mejor garantía para su protección. Ahora sé que me ha abandonado, aunque no puedo reprochárselo: quizás se cansó de defenderme en un tiempo en el que yo ya no creía en su eficacia. Me lo tengo merecido.

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