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Columna
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Nación de naciones

Antonio Elorza

No es seguro que quienes empleamos desde hace tiempo la expresión 'nación de naciones' referida a España la hayamos tomado de Meinecke ni la empleemos en el sentido propuesto por el historiador alemán. La calificación surge de la necesidad de reflejar la imbricación de procesos de construcción nacional, no simples diferencias regionales, en torno a un eje central constituido por la formación, problemática y sometida a fuertes estrangulamientos, del Estado-nación español. 'Nación de naciones' parece una calificación más precisa que la de Estado plurinacional, que sugiere la existencia de varias naciones bajo el caparazón de un Estado ajeno o dominado por alguna de ellas (casos de Serbia en Yugoslavia, o del Imperio Austro-húngaro). Y desde luego, por mucho que se empeñe la Real Academia de la Historia con su 'ser de España' o su 'España como nación', más adecuada a la realidad histórica y a la perspectiva política del presente que la consideración de España como un sujeto nacional en sí mismo, que puede prescindir en su definición de otras naciones (o nacionalidades, si queremos seguir a la Constitución) cuya evolución histórica se encuentra enlazada con la del conjunto de España en el marco del Estado de las autonomías.

No es cuestión de esencias ni de preferencias personales. Ese enlace de naciones con una identidad bien perfilada en torno al eje nacional español es un producto de la historia y como tal no debe alegrar ni procurar tristeza, aunque sí preocupación. Su fórmula política democrática, el Estado de las autonomías, en contra de tantas previsiones, funciona técnicamente de manera satisfactoria, con un país que progresa en su conjunto, sin que se incrementen las disparidades entre sus componentes en el plano económico y con un avance espectacular de la construcción nacional dentro de España para las tres nacionalidades históricas. Pero al margen de la importancia decisiva que entraña la orientación secesionista del nacionalismo vasco, envuelta en el terror de ETA, puede decirse que ese éxito técnico no ha encontrado su complemento en el plano simbólico, quizás porque a diferencia de lo que ocurre en una federación, nuestro sistema cuasi-federal carece de mecanismos constitucionales de resolución de los problemas intercomunitarios, tarea asignada habitualmente a un Senado que no sea una pieza inútil como el nuestro. Por eso surge la imagen de un juego de suma cero con intereses opuestos entre comunidades históricas y poder central. De nada vale entonces que en el plano sociológico todo funcione bien, fomentándose incluso una doble identidad mayoritaria -catalanes y españoles, vascos y españoles, españoles y gallegos- acorde con la estructura del Estado; la fisura está ahí y será ahondada desde los partidos nacionalistas, sin que el sistema llegue a la estabilidad imprescindible para acometer las reformas técnicas, como la urgente del Senado. Tenemos así ante nosotros un uroburos, la serpiente que se muerde la cola.

Ese marco inseguro incide sobre el grado de fragilidad que en el sistema provoca la cuestión vasca, de manera que cada elección en la CAV adquiere una importancia excepcional, pues una improbable victoria espectacular de lo que en el fondo sigue siendo un frente abertzale pondría al orden constitucional contra las cuerdas, del mismo modo que un también improbable retroceso excesivo del PNV haría difícil allí la necesaria restauración del equilibrio y del Gobierno de composición pluralista anteriores a Lizarra. Aquí también nos encontramos con un rechazo ciego de la configuración plural de España y de Euskadi, de la nación de naciones, tanto por parte de un PNV, con una dirección encerrada en Sabino, como de un PP soñando con una victoria 'española' que sin espíritu de concordia y enlace con el nacionalismo democrático tampoco resolvería nada. No es bueno que los políticos ignoren la sociología y la historia.

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