Ruidos
El día que la crecida de la grada superior este del Mestalla me privó por siempre jamás de la vista de El Micalet desde mi casa escribí un a modo de epitafio conclusivo para la esperanza ya en retirada de vivir en una ciudad habitable.
Poco después, una candidatura nacionalista y verde me invitó a participar en la presentación del programa municipal gracias al cual la ciudad iba a volverse habitable, limpia y apetecible; les dije, entre otras muchas cosas, que debían proponer las 10 o las 100 primeras medidas para mitigar, primero, y acabar luego, con la noche sin ley que se vive en algunos escogidos barrios de la ciudad vísperas de fiesta y noches de viernes y sábado cuando en el asfalto cobra una inusitada vida la peña, la basca, la marcha, o como quiera que se llame a esa mancha bélica que se esparce a medida que la noche avanza y esa masa se pronuncia claramente sobre el modelo de ciudad que prefiere: griterío alborozado a altas horas de la noche, carreras de coches y de motos a la búsqueda del último suspiro de esperanza en algún bar o local recomendados, y, en fin, una apuesta por la burla hacia quienes a esas horas duermen que raya con lo delictivo.
Al epitafio que escribí sobre la hazaña del presidente del Valencia C.F. de entonces, no hubo respuesta de nadie, si exceptuamos que pocos días después cayó el general que dirigía la hueste valencianista. Me convino creer que el castigo le llegó por privarnos de El Micalet, pero sé que fue un consuelo sin ganancia.
Las palabras que pronuncié en el acto del programa municipal recibieron una desaprobación radical del grueso del elemento joven presente. Al parecer, el modelo de ciudad habitable propuesto debía admitir la excepción luminosa de que, por lo menos, dos noches a la semana, la sagrada ley del silencio necesario se transgrediera impunemente...
Poco después escribí que puesto que la clase media progre ya hace tiempo que ha huido de la ciudad a refugiarse en los Walden Dos de las cercanías, donde viven en colonias clónicas y a la americana, y la clase alta, o vive permanentemente fuera de la ciudad en chaletones, o, simplemente, duerme en zonas donde por las razones que sea no hay aglomeraciones de locales de marcha nocturna, el modelo de ciudad que esgrimió la izquierda en su momento se había quedado para estandarte de las sufridas asociaciones de vecinos, que ocupan en solitario la acción directa contra los excesos del modelo caótico y lesivo realmente existente.
Convencido de que era inútil luchar contra el monstruo me exilié, primero los fines de semana, y, después, el tiempo que me permite mi trabajo, y acabé residiendo la mayor parte del tiempo en un pequeño pueblo de la Serra d'Espadà, del que sus vecinos me hicieron alcalde hace ahora año y medio, y donde intento preservar el don preciado de un silencio milagroso.
Envuelto en esta dicha a cuenta de las pequeñas vacaciones que me permiten vivir aquí la vorágine de la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes Magos, me asalta la mala conciencia por no haber estado junto a los vecinos de mi calle valenciana (Bélgica), que con los de la calle Polo y Peyrolón luchan estos días contra el ruido, la estulticia y el abuso y se suman al bendito clamor de quienes daríamos nuestro voto por media docena de decisiones políticas valientes para acabar con la impunidad que destroza nuestro derecho a vivir y dormir dignamente en la ciudad.
vicentfranch@eresmas.com
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