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Reportaje:

Un madroño en Mostar

Antonio Jiménez Barca

Una de las primeras cosas que vieron ayer, a su llegada a Mostar, los integrantes de la comitiva del alcalde de Madrid fue algo parecido a un parque. "Esto era un jardín, pero, según aumentaba el número de muertos en la guerra, se fue convirtiendo en un cementerio. Ahora es sólo un cementerio", explicó un teniente coronel destacado en la segunda ciudad de Bosnia-Herzegovina, cuyas calles aún muestran las cicatrices de los bombardeos que la asolaron entre 1992 y 1994.El alcalde José María Álvarez del Manzano, a quien acompañaban el subsecretario de Estado de Defensa, Víctor Torres de Silva, y los concejales Simón Viñals y Fernando Martínez Vidal, encontró una ciudad completamente partida en dos, separada por una sola calle que sirvió de frente de guerra y en la que aún quedan muchas huellas de los combates: casas agujereadas, vaciadas, calles con socavones producto de los bombardeos o un edificio que sirvió de biblioteca y que ahora está destruido, pero iluminado con luces de Navidad.

Álvarez del Manzano llevó hasta Mostar regalos para los soldados españoles, además de diverso material deportivo que ellos aprovecharán para realizar una rifa navideña. También un madroño, que quedó plantado en medio del cuartel, al lado de la cantina que usan los militares y de las casetas en donde duermen. Pero a los integrantes de la comitiva les impactaron mucho más las imágenes de una ciudad aún destripada.

Los soldados, agradecidos por la visita que ayer recibieron, contaban historias de su experiencia vivida en esta ciudad: "Dicen que una familia sobrevivió en la misma casa, en la misma línea de combate, todo el tiempo de la guerra, que quedó llena de agujeros, pero que siempre tenía cortinas. Dicen que unos musulmanes, por la noche, subieron a la montaña de Hum, desde donde los croatas les bombardeaban, y degollaron a los artilleros servidores del cañón que derrumbó el Stari Most . Dicen que las tumbas de esos croatas todavía continúan ahí. Dicen que Mostar significa servidores de puentes, y no queda ninguno. Dicen...".

Los soldados se sienten necesarios: "Si nos fuéramos, se seguirían matando. Se han matado entre ellos, entre vecinos; éste mató al padre de uno; el otro, a la madre de aquél. Harán falta muchos años y que vengan muchas generaciones para olvidar esto". En el cuartel español, los soldados y los mandos se alegraban de la visita de las autoridades. Por un día se libraban de la rutina en una ciudad en la que anochece cerca de las cinco de la tarde. Una rutina que Mostar empieza, con esfuerzo, a recuperar.

Mientras las autoridades militares explicaban sobre el terreno dónde se apostaban los francotiradores, se veía a lo lejos una pareja de novios entrando en una iglesia para casarse o una joven que aprendía a conducir con un coche de autoescuela. La rutina de la paz.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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