Navidades para inapetentes
La llegada de las fiestas navideñas viene acompañada este año por la prevención alimentaria. El síndrome de las vacas locas (que no se refiere al estado de las vacas perturbadas sino a la psicosis generada entre sus consumidores) está reduciendo el aprecio por el vacuno. Los carniceros se deshacen en explicaciones a su clientela habitual, pero ésta dirige su mirada hacia los productos avícolas o hacia los generosos regalos que nos proporciona el cerdo, ese benefactor de la especie humana.La crisis de las vacas locas (como antes la del aceite de colza, o la de los pollos belgas) pone en cuestión todo el sistema de producción y consumo. Condicionados por los grandes números, la optimización de los recursos y la reducción de costos, muchos productores alimentan a los animales con harinas de procedencia desconocida, perversos comistrajos cuya única virtud debe ser su escaso precio. Pero la culpa no es sólo de los productores (quizás lo sea de todos nosotros), con especial responsabilidad por parte de esas grandes cadenas de supermercados que negocian a la baja, implacables, con todos sus proveedores. Quizás por eso los proveedores engordan a las bestias con un rancho de escasa calidad.
Nosotros, los vascos, legendarios como siempre, pensábamos estar a salvo de estas añagazas, porque una consolidada tradición gastronómica nos hacía insobornables. No obstante también ha llegado la hora para este pueblo devoto de los txokos y la gula. Las grandes superficies comerciales se reparten el mercado del paisito. En realidad, hemos reducido nuestras ínfulas gastronómicas a esos contados días en que vamos a cenar a un asador o a esos otros días, tan queridos, en que nos vienen a casa unos amigos. Para el ajetreo diario nos basta con sopas de sobre, alimentos precocinados, platos combinados y hamburguesas. En definitiva: ha caído una leyenda. Los vascos ya no comen todos los días chuletas de Gernika, alubias de Berriz (¿o era al revés?) y kokotxas del Cantábrico. Y no sólo es por falta de tiempo para consumar tan sublimes preparados. A mí, por ejemplo, tampoco me llegaría con la pasta para esa diaria exigencia de gourmet.
La denominación de origen tiene siempre sus problemas: el establecimiento de una garantía, mitad geográfica, mitad sanitaria, que casi nunca puede mantenerse hasta el final. Las vacas locas no nos inquietaban cuando la manifestación de su locura se reducía a las Islas Británicas. Incluso más de uno habrá pensado que, con lo mal que come esa gente, unos sesos espongiformes era lo menos que merecían sus paladares iletrados. Pero todo está cambiando: si alguna leyenda se acompasaba a la nuestra era la de la carne gallega, y de pronto una vaca de Lugo pone en peligro reputación tan firme y segura. Uno se pregunta a cuántos kilómetros está Lugo de Carranza y cuál es la velocidad que pueden alcanzar al trote las vacas, aunque la verdad es que a menudo viajan por autopista, en enormes y lúgubres camiones, en dirección al matadero.
La gente mira de lado en los puestos del mercado. Qué filete estará exento de hormonas. Cuándo se revelará la fiebre de los corderos o la peste de las truchas. Qué erupción alérgica nos espera detrás de unos langostinos. Qué nos pasará si comemos esos tomates tan vistosos, perfectamente redondos, de color rojo parchís y sumariamente insípidos. La gente, inquieta, se pregunta por el mercurio que acumulan los besugos, por lo que ingieren los rodaballos de vivero o por los gases que libera un tetra-brik al ser abierto. La gente, en suma, no se fía.
La cultura tradicional se cuidaba muy mucho de las setas venenosas y quizás eso era todo, pero ahora el liberalismo, que ha hecho estragos en el sector de la alimentación, amenaza con dejarnos los sesos literalmente hechos papilla. Un veneno secreto, generalmente envasado, corre de punta a punta del planeta, y puede esperarnos, agazapado, en las botellas con denominación de origen o en las latas de paté, en las salchichas envasadas al vacío o en las rodajas de chorizo industrial.
Navidades para inapetentes, y que el seso no se vuelva espongiforme.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.