Un hombre vencido ARCADI ESPADA
Dentro de menos de un mes, Xavier Tamarit se sentará frente a los magistrados que han de examinar su conducta en el llamado caso de pederastia del Raval. Irá esposado. A mediados de noviembre, y cuando gozaba -es un decir- de su libertad provisional fue detenido porque un niño lo acusó, ante la Guardia Civil del puesto de Canet, de haberle vejado sexualmente. El niño, de nueve años, dijo que Tamarit lo había penetrado en dos ocasiones, contra su voluntad y empleando amenazas y violencia. Las precisiones del niño ocasionaron un considerable revuelo y provocaron su examen inmediato en el hospital de Calella. A pesar de que las supuestas penetraciones se habían producido días antes y de que habían sido violentas, los médicos no encontraron ningún rastro de ellas.Mientras todo esto sucedía, Remei de Pascual, la abogada de Tamarit, presentaba unos informes médicos que demostraban lo siguiente: 1) Tamarit se había prestado desde junio pasado a seguir un tratamiento inhibitorio de la líbido y 2) sus niveles de testosterona, hasta seis veces por debajo de lo que se considera normal en un español, obstaculizaban gravemente su disposición sexual psíquica y física.
La juez, una joven de Arenys -no estamos acostumbrados a ver a los jueces como jóvenes, pero lo son y cada vez más a menudo-, decidió inculparlo, a pesar de todo, y enviarlo a la cárcel. Lo decidió frente a dos datos objetivos de peso: los exámenes médicos del niño y de Tamarit. Y lo decidió en razón de la palabra del niño -que en una posterior comparecencia ante la juez ya negó las penetraciones aunque insistió, para tranquilidad de sus mayores, en que había sufrido otros abusos- y sabiendo, se supone que sabiéndolo, quién era Tamarit.
Dejaré ahora esto último. Ya casi no interesa. Ni siquiera ya interesa al propio Tamarit. Centrémonos en que la palabra de un niño de nueve años -una palabra que además se muestra vacilante- baste para enviar a un hombre a la cárcel. Hace algunos meses, Javier Marías escribió en este periódico un artículo de una gran categoría moral subrayando el espanto de que la sola palabra de una mujer presuntamente violada sirviera para encarcelar a un hombre. Pues bien, en realidad no se necesita tanto: para pudrirte en la cárcel, rodeado por otros internos que corean tu infamante nombre de pederasta y las inmediatas medidas que aplicarte, basta la palabra -vacilante- de un niño, incluso si las llamadas circunstancias objetivas, por no utilizar otra denominación más obscena, niegan verosimilitud al relato del niño. Volvamos a la mujer violada de Marías e imaginemos que su presunto agresor esté en la cárcel sin más pruebas que la palabra de la mujer, aunque con un dictamen del forense que no encuentra ningún signo de violencia en su cuerpo violentamente violado por dos veces. Pues bien: así, en esas condiciones, con esas garantías, con esa certidumbre está en la cárcel Tamarit.
No creo que le haya llevado otra vez a la cárcel ningún tipo de conspiración más o menos tenebrosa. Si está otra vez allí es, en primer lugar, por el carácter expansivo con que vive su amor pueril. Bastaron unos cuantos fines de semana en la playa de Canet -donde su familia había comprado un apartamento- para que se repitieran las clásicas escenas de toda su vida: Tamarit rodeado de niños que le piden su bicicleta, su ordenador de bolsillo o que les acompañe a una fiesta de espuma en la plaza. Hasta que cualquier día alguien se fija, ata cabos, habla con los niños, los interroga luego, y al fin en un niño, uno entre tantos, surge el miedo, la venganza o el afán de mérito, tres nutrientes fundamentales de la fantasía. Cuando recobró la libertad provisional, sus amigos y sus abogados le habían dicho que cruzara a la otra acera al ver a un niño. Por supuesto, no hizo caso. Y si se prestó a seguir un tratamiento militar de bromuro, fue para poder seguir estando junto a ellos sin sufrir el deseo. Nada que ver, pues, con el delincuente sexual que han hecho de él los medios; nada que ver con ese tipo agazapado y sombrío, medio hombre y medio monstruo. Tamarit vive su vida difícil de pedófilo a plena luz: como quien milita en cualquier ismo marginal pagando con regularidad sus alquileres morales.
Pero aunque, probablemente, nadie más que él mismo -paradójicamente aliado con un sistema judicial que sólo quiere reconocer como víctimas a las que previamente señale la opinión pública- haya preparado su caída, la imagen de Xavier Tamarit entrando esposado en la sala de la audiencia que ha de juzgar el caso del Raval puede tener efectos demoledores en el desarrollo del juicio. Porque, en efecto, algunos esperamos que ese juicio sirva para aclarar y castigar todos los delitos que se hayan cometido contra la libertad y la dignidad de las personas, sean menores de edad o no. Pero todos los delitos. Es decir, los que hayan podido cometer pederastas, pero también los que hayan podido cometer policías, jueces, fiscales, psicólogos y periodistas. Sin embargo, me temo que la imagen de ese hombre vencido satisfará la expectación de las masas deseantes y la consiguiente voluntad ejemplificadora de la ley. Y que el caso del Raval se cerrará como se abrió. En falso.
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