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De la muerte libre

Si la Iglesia se hubiera tomado en serio el sagrado mandamiento, la Inquisición no hubiera tenido lugar. Sin embargo, se presenta ante la sociedad como el partido de la vida aunque sea una de las instituciones poderosas que más ha asesinado... en nombre de Dios. Muchísima gente fue quemada -¿no es esta forma de morir una de las más bestiales formas de la tortura?- en nombre de la Verdad que los tutores administran de forma desinteresada. Y cuando ven el error que han cometido, conciencia que puede tardar en llegar algunos siglos y siempre por la presión histórica del presente, piden perdón sin que realmente la justicia de los hombres pueda acusarles de los delitos cometidos. Al parecer, los errores de la Iglesia sólo llaman nuestra atención como parte del camino tortuoso que la ciencia moderna tuvo que andar contra viento y marea de dogmas y excomuniones, pero queda como anécdota lo principal: el inmenso dolor y sufrimiento a que fueron sometidos miles de seres humanos.Eso sí: la eutanasia es un pecado contra nuestro don más apreciado, la vida. "No matarás".

¿Qué hay detrás de la inmediata reacción eclesiástica contra la perversa Holanda? Pienso que mucho temor, como siempre que se abre una posibilidad ante nuestras vidas, a que la sociedad civil ejerza lo que le es propio: la autonomía de pensamiento, el poder tomar una decisión, afirmativa o negativa, sirviéndose exclusivamente de su propio entendimiento. Lo que a nivel político-social nos jugamos es la continuidad o no del proyecto ilustrado. Sapere aude había sido el lema dado por Kant. Ten valor de servirte de tu propio entendimiento porque la religión no puede hipotecar nuestra condición política de ciudadanos.

Nuestra ministra de Sanidad no sabe realmente qué pasa con el mal de las vacas locas españolas, pero contesta, admirablemente, exhortando a que la gente no compre gangas y vaya a los sitios caros a por carne de la buena. En efecto, si todas las mujeres con embarazos no queridos hubieran tenido dinero suficiente se habrían ido a abortar a Londres. Todo vale con tal de no admitir nuestra ignorancia. Y toda advertencia de pecado es poca para perseverar por los siglos de los siglos en el poder que unos hombres se autootorgan celestialmente para llevar por buen camino a su rebaño. Pero, claro, seguía diciendo Kant, si tengo un cura que piensa por mí, un militar que sólo me da órdenes o un banquero que sólo quiere que le paguemos... entonces la ilustración es imposible, porque estos poderes (otro día hablaremos del Gobierno y del déficit cero gracias a lo que España es, como antaño, la envidia del Universo) nos dejarán el recreo para que razonemos todo lo que queramos con tal de que acabemos obedeciendo.

A nivel filosófico aún cabe exponer, frente a la pretendida afasia de los laicos (EL PAÍS, 25 de agosto de 2000), otras cuestiones.

Nuestra religión (insisto: me refiero a los tutores que ejercen el poder) más parece fruto del resentimiento que del amor. Lo confieso: nunca me ha gustado la exaltación del suplicio de la cruz. Hay algo morboso en este apego al sufrimiento y a esta solidaridad en el sufrimiento como si el dolor en sí mismo conllevara no sé qué gloria. Pero la historia, nuestra vida cotidiana, demuestra que es falso. El sufrimiento puede perfectamente rebajar al máximo la condición humana. Toda escolástica lo sabe, sobre todo la católica, apostólica y romana, para la que la gracia de Dios hará posible que los elegidos puedan ver las penas del Infierno. Modélico.Ya no hay Infierno o, al menos, parece que ha desaparecido el de nuestros Ejercicios Espirituales. Sin embargo, la eutanasia, la posibilidad de morir dignamente, y no según aquellas penas infernales que pintara El Bosco en su jardín de las delicias, ha de prohibirse. Para que la Iglesia aceptara esta posibilidad, antes tendría que dar un amplio giro liberándose de la hipoteca (que no ha puesto Cristo sino sus poderosos guardianes) que aún guarda en tanto religión agónica. Pero el placer sigue estando sujeto a la procreación, de la misma forma que la vida sigue hipotecada a la obligación trasmundana de convertirla en un valle de lágrimas, cáliz de salvación que debemos apurar hasta el último dolor. En este sentido, nuestra religión nos convierte en rehenes del sufrimiento, lo que hace que su propia moral suela darle la espalda a lo que también es parte de nuestras vidas: la solidaridad en la alegría.

Pero hay algo más profundo y que afecta a la raíz cultural de una religión cuyo símbolo es la cruz: finitud y culpabilidad. Venimos al mundo con el estigma de una finitud infectada por el pecado original. Nacemos culpables por la propia vida. Y si antes hemos hablado de rehenes del sufrimiento, ahora cabe denominarnos en tanto rehenes del trasmundo, o más allá, en donde la herida del tiempo quedará por fin curada. Esto quiere decir que nuestra muerte necesita del sentido religioso para que tenga sentido como parte de nuestra peregrinación hacia la vida verdadera. Razón metafísica y religiosa por la que ni siquiera nuestra muerte nos pertenece y no podamos decidir sobre ella, teniendo que ser los tutores eclesiásticos los que digan la primera y la última palabra.

Ahora bien, no podemos exigirles a quienes nos gobiernan que sean doctores en filosofía de la religión, ni falta que les hace para llevar la nave del Estado; pero sí recordarles, ya que se pide una reflexión serena sobre lo que nos ocupa, que aunque el timón de esa empresa pueda y deba llamarse nacional, no quiere esto decir que tengamos que identificar a la nación de naciones con el catolicismo.

La legalización de la eutanasia podría ser un ejemplo de reconciliación política: una forma de darnos a entender, por fin, a todos los españoles que nuestras leyes no necesitan entrar bajo palio en la Constitución.

Julio Quesada es escritor y catedrático de Filosofía de la UAM.

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