El cantautor Carlos Cano muere en Granada a los 54 años víctima de una dolencia cardiaca
Una nueva rotura de la aorta acabó con la vida del cantante, enfermo desde hace cinco años
La tercera rotura de su desgastada aorta -una aorta de un hombre de 70 años han dicho los médicos- acabó ayer con uno de los artistas andaluces más fecundos. Carlos Cano, que en enero debía cumplir 55 años, fue mucho más que el cantautor que dignificó la memoria de la copla: fue un espíritu abierto, lúcido, una persona independiente a quien le interesaba el mundo más allá de las fronteras.Pese a sus posiciones cercanas al nacionalismo andaluz, que le llevaron a apoyar en diferentes campañas electorales al Partido Andalucista, nunca olvidó el compromiso humano: presidió la Fundación por los Pueblos Indígenas y una asociación para acoger a niños saharauis enfermos. Su música también reflejó ese aspecto cosmopolita, pues, aunque en la copla encontró el género que le condujo al reconocimiento general, también incorporó a su repertorio ritmos procedentes de Latinoamérica, y admiró a Amália Rodrigues -a quien el granadino incorporó póstumamente en su último trabajo discográfico-, a Billie Holliday o Compay Segundo.
Su biografía también es una mezcla de un profundo arraigo a Granada y un deseo incontrolable por abarcar el mundo. Nació en 1946, en el barrio granadino del Realejo. Sus primeros recitales los dio en la Casa de las Américas, un refugio de los creadores granadinos más jóvenes a finales de los sesenta. Allí formó parte del movimiento Poesía 70 y de su sección musical, Manifiesto Canción del Sur, fundada con el propósito de renovar la música popular andaluza hacia el fin de la dictadura.
A los 18 años emigró a Suiza, donde trabajó en un hotel, y luego a Alemania, en la imprenta de la revista Der Spiegel; luego pasó a Holanda, donde se enroló como marinero en el puerto de Rotterdam. En 1972 cantó en París en un homenaje organizado por la Unesco a Federico García Lorca. Se casó con Alicia y tuvo dos hijas, Paloma y Amaranta. Hace 25 años editó su primer disco, A duras penas, que contiene algunas de las canciones de hondo compromiso social y andaluz. Allí estaba la Verde y blanca, que se convirtió espontáneamente en el himno de la comunidad. Luego, durante bastantes años, Carlos se negó a interpretarla en público: eran otros tiempos, alegaba, y muchas de las utopías que representaba carecían de sentido.
Sin embargo, nunca perdió por completo su fe en un nacionalismo acaso menos político que simbólico, representado en las creaciones artísticas de sus paisanos y en la memoria de sus gentes, desde Boabdil el Chico, el último rey moro de Granada, hasta Al Mutamid, el otro rey sevillano que mandó cubrir de pétalos la ribera del Guadalquivir para que su amante concibiera la idea de la nieve.
Su repertorio es también un catálogo de las personas a quien admiró: Miguel de Molina, el cantante de coplas malagueño que se exilió en Argentina represaliado por el franquismo; el hispanista Gerald Brenan, José Afonso o las Madres Locas de Argentina, a quienes dedicó un tango memorable.
Pero 1995 supuso un cambio de rumbo en su vida. Concibió un hijo varón, Pablo, pero sufrió un aneurisma de aorta que reveló la fragilidad de su sistema circulatorio. El 25 de mayo, un Carlos Cano que se debatía entre la vida y la muerte partió en un avión hacia el hospital Monte Sinaí de Nueva York. Fueron ocho horas de vuelo angustiosas. La operación, practicada por el cardiólogo español Valentín Fuster, le restañó las venas enfermas. De aquellos días duros le quedaron unos recuerdos entre líricos y tremendos: soñó que una ardilla le mordía el corazón.
Sensibilidad
Regresó pronto a España y eligió para su vuelta un hotel junto a la Alhambra. Allí describió con extraordinaria sensibilidad su experiencia, a la que revistió de un tono alucinante y poético, y prometió escribir unas Habaneras de Nueva York que en realidad fueron como una segunda inscripción de nacimiento que aparecía enunciada desde el primer verso: "Nací en Nueva York, / provincia de Graná". La guasa carnavalesca, a la que tanto admiró, hasta el punto de pregonar el Carnaval de Cádiz vestido de Corto Maltés, le sirvió en aquella ocasión para poner distancia entre el recuerdo dramático de los días hospitalarios y una vitalidad reencontrada que si al principio respetó como si fuera una quebradiza figura de cristal pronto sometió a una actividad acelerada que lo condujo a nuevos discos, proyectos solidarios y otras mil pequeñas ambiciones que refería a sus amigos.Granada fue su centro vital. En Sevilla, donde residió un año, echaba en falta las cumbres de Sierra Nevada y le producía una rara turbación la llanura exenta. A su casa de Granada, en Cúllar, un pueblo de la Vega, volvió siempre en busca de reposo o para cultivar nuevas canciones y fieles amistades. La última vez, el domingo 26 de noviembre. El verano pasado, después de unos años interpretando canciones antiguas o ajenas, había comenzado febrilmente a componer.
No le preocupaba la enfermedad y creía aún en la utopía.
La atracción cubana
Una de las canciones más populares de Carlos Cano, La habanera de Cádiz, afirma en el estribillo: "La Habana es Cádiz con más negritos/ y Cádiz La Habana con más salero". No fue una concesión a la poesía, sino una convicción.
En los últimos meses, Carlos iba y venía de España a Cuba casi con la misma facilidad con que tomaba el avión entre Madrid y Granada. Un magnetismo mutuo fundió a Carlos Cano con la isla. Defendía la belleza inmensa del país y, sobre todo, el enorme interés que despertaban sus gentes.
El lunes pasado, horas antes de morir, en la cama de la Unidad de Cuidados Críticos, lo primero que preguntó a Antonio Peña, su representante, fue por las ventas del disco benéfico con canciones de niños cubanos cuyas voces él mismo había seleccionado en unas de sus visitas a La Habana.
Babelia
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