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El péndulo neurótico

Como recuerda en una de sus obras José Ramón Recalde, las reivindicaciones nacionalistas se han visto siempre limitadas por la profunda tendencia a la estabilidad del orden internacional de los estados. Se trata de una limitación de hecho: el de los estados es un restringido y elitista club en cuyo seno prima el principio del orden tanto a la hora de dar de baja a un antiguo socio como cuando de dar de alta a uno nuevo se trata. La ecología del orden internacional es (otra vez hay que añadir de hecho) sumamente frágil. Históricamente, se ha aceptado la aparición o la desaparición de estados sólo cuando tal modificación del orden internacional resultaba beneficiosa para alguno de los socios más influyentes o, simplemente, cuando la modificación se ha producido por la fuerza. Pero, acaso por parecer poco presentable una defensa del orden de los estados basada en la conveniencia o en la fuerza, se ha desarrollado una teorización y, sobre todo, una pragmática política, que ha intentado justificar con mayor profundidad el hecho de que sólo algunas comunidades nacionales se constituyan en estado: es la idea de naciones viables.El principio es absolutamente claro: ya sea por imposibilidad interna al propio grupo nacional, ya por imposibilidad del sistema internacional de estados, en un momento histórico determinado sólo algunas naciones tienen la posibilidad de construir un estado. Poniendo el énfasis en la segunda cuestión, Gellner ha expuesto así de claramente las dificultades intrínsecas al hecho de pretender una expansión en principio ilimitada de los estados: "Un estado moderno, soporte de una cultura desarrollada, que pretenda ser viable no puede carecer de cierta entidad geográfica (a no ser que en realidad esté supeditado a sus vecinos), y en el globo sólo hay espacio suficiente para un número de estados limitado".

Hay espacio para miles de culturas, pero sólo para unas pocas decenas de estados. A pesar de las diferencias en la fundamentación del principio de nacionalidad en Mazzini y Cavour o, ya en el siglo XX, en el presidente Wilson y su principio de las nacionalidades, todos aquellos que han reivindicado a lo largo del tiempo la idea de autodeterminación nacional han aceptado, aunque sólo sea implícitamente, lo que Hobsbawn denomina el principio del umbral: aunque teóricamente se afirma el derecho a la autodeterminación como principio universal (de manera que a cada nación le corresponde el derecho de constituirse en Estado soberano e independiente), en la práctica se asume que sólo unas pocas de esas naciones pueden convertirse en estados viables.

Extraña manera de interpretar un derecho que, por definición, ha de ser realmente universalizable, pero así han funcionado las cosas. No es que las cosas hayan de ser así (no hay nada de natural en la arquitectura estatonacional); no es que las cosas deban ser así (tampoco hay nada de moral): simplemente, son así de hecho. Lo cual no significa que las cosas vayan a ser siempre así: los hechos pueden modificarse. Pero, para hacerlo, hay que proponerse en serio su modificación.

El PNV tiene que decidir. Tiene que superar definitivamente esa fórmula mágica que, históricamente, ha supuesto su magistral capacidad de compaginar esencialismo doctrinal y posibilismo estratégico. Ha llegado el momento de que ese péndulo patriótico que durante más de un siglo ha impulsado al partido más influyente de la vida política vasca deje de moverse.

El PNV tiene que decidir entre la construcción de un nuevo estado en Europa, el Estado vasco, o la progresiva desestatalización de esta Europa que hace el ridículo en Niza porque cada estado miembro pregunta primero "qué hay de lo mío". Esta es la incógnita que más neurotiza la política vasca: Lizarra no es sino el desarrollo de una fórmula en la que esa incógnita no está despejada. Estatalizar o desestatalizar, esa es la cuestión. Y lo primero no sirve como medio para lograr lo segundo.

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