Una casa dividida
Una casa dividida no puede mantenerse en pie. Una nación no puede existir siendo mitad esclava y mitad libre. Con esas palabras, Abraham Lincoln esbozó su proyecto político antes de ser presidente; no sólo para salvar a la Unión, sino para crear una nación de hombres libres. Ese proyecto, tras el golpe de Estado de la mayoría republicana en el Tribunal Supremo, todavía está por completar. Y sigue siendo urgente, ya que la raza y sus compañeras inseparables, la impotencia y la pobreza, han sido temas centrales en las elecciones, aunque las referencias a ellas fueran con frecuencia indirectas, o, como en el caso de la mayor parte del debate sobre el voto de Florida, no hubiera referencia alguna.Como ocurre en otros países, las palabras en clave de la política estadounidense expresan lo que no se puede manifestar demasiado abiertamente. "Derechos de los Estados" significa la exclusión del Gobierno federal a la hora de proteger los derechos de las minorías, los presos, las mujeres y los trabajadores, y para impedir el logro de un ejercicio de la ciudadanía más pleno. En pocas palabras, significa el derecho de los que se atrincheran en sus privilegios a emplear cualquier medio para conservarlos. "Mercado libre" significa el derecho de los potentados a la explotación sin límites de la humanidad y la naturaleza. Los republicanos hicieron campaña en las elecciones con estos temas. Ello no impidió que sus agentes judiciales en el Tribunal Supremo manifestaran un interés federal en parar el recuento de Florida, basándose en que no se prestaba la misma protección a la totalidad de votantes. Naturalmente, los republicanos no pusieron ninguna objeción al hostigamiento de votantes negros y otros sectores del electorado, a las deficiencias de la maquinaria de votos en los condados más pobres de Florida, o a la descarada intervención de las autoridades para facilitar a los republicanos todo tipo de votos por correo en otros. La juez republicana Scalia consideró que el voto no es un derecho constitucional, sino el ejercicio de un privilegio. Puso en palabras los actos de sus colegas, el desdén de éstos hacia sus compatriotas negros, o pobres o con menos cultura. La frase "igualdad de protección" proviene de la Cuarta Enmienda a la Constitución (1868), que confería derechos plenos de ciudadanía a los antiguos esclavos. Que el Tribunal Supremo la usara para oponerse al recuento de votos en Florida hace de esa institución un candidato a protagonista de una obra de algún sucesor de Brecht.
La idea de que EE UU es la sociedad occidental con mayor movilidad social es un tópico. Este tópico es un error: nuestro índice de movimiento entre clases no es mayor que el europeo. Lo que sí es cierto es que la mayoría de los que logran ascender parecen estar desesperados por olvidar su raíces poco distinguidas; el desprecio y la burla con que se colma a los perdedores en la sociedad estadounidense demuestra la angustia de los que viven con el temor de que en cualquier momento les puedan arrebatar lo que han ganado. Tal vez eso explique los prejuicios clasistas de los jueces republicanos. Como es lógico, los que ya están establecidos no se muestran especialmente tímidos a la hora de reclamar privilegios especiales. Durante una cena reciente en la zona rural de Virginia, en el escenario sudista, un invitado declaró que era justo que los votos de los Estados más pequeños, republicanos, de montaña y del sur contaran más que los votos de California y Nueva York. Allí los votos eran "votos de emigrantes". A la objeción de que si una persona votaba, ya no era un emigrante sino un ciudadano, el orgulloso descendiente de negreros declaró: "Ése es precisamente el problema".
En opinión de muchos republicanos, la mera posesión de una mayoría popular, o las dudas acerca de la exactitud del voto de Florida no legitiman a Gore y a los demócratas: no tienen ningún derecho al cargo y mucho menos a establecer el rumbo de la nación. La desfachatez patente de los jueces republicanos al detener el recuento y después declarar que no había tiempo para reanudarlo, expresa un sentido del poder exquisitamente desarrollado. Bush no es precisamente brillante, pero sí buscó un buen asesoramiento electoral, y apeló al amenazado sentido de sus derechos que tienen los varones blancos en todo el espectro social. Excepto en el caso de los sindicalistas, sus votos fueron para Bush, y con ello se unían el despolitizado pueblo llano con sus élites más cínicas. Una vez que comenzó la lucha de Gore por el voto de Florida, también se benefició de la consumada servidumbre de los medios de comunicación. Pasemos por alto que el primo de Bush estuviese a cargo de los sondeos electorales para una gran cadena, propietaria de emisoras de televisión y periódicos. La mayoría de los periodistas norteamericanos no se ven a sí mismos como los trabajadores semicualificados que son, sino que se consideran, de algún modo, como parte de las élites gobernantes: no les gusta que se ponga en tela de juicio la legitimidad de esas élites. Sus ruidosas y repetidas admoniciones a Gore para que abandonara su distorsionante intento de contar los votos, su invención de una impaciencia pública de la que no había ninguna prueba convincente, sus actuales exigencias de consenso, reflejan su propia forma de hacer política, una negación a enfrentarse a su categoría de criados a sueldo del poder.
Gore, por su parte, sale transformado de su lucha. Estaba preparado (animado por Clinton) para resistir a aquellos demócratas, ansiosos por pactar con los republicanos y sus amos, que le instaban a capitular. En la campaña, se había visto a sí mismo (para su gran sorpresa) como un veterano demócrata, partidario de nuestro mínimo sistema de seguridad social, a pesar de llevar años intentando escapar del legado de su padre, el New Deal. Su mayoría popular procede de los Estados donde las mujeres, los negros, las minorías y los sindicatos se movilizaron por un proyecto social apreciablemente distinto a la amorfa y difusa ideología de mercado de los nuevos demócratas. La cuestión ahora no es tanto el futuro personal de Gore como qué va a ser de la coalición que formó. Gore deja el campo de batalla como un honrado servidor de la República (junto con los jueces del Supremo que manifestaron su voto en contra, como el octogenario Stevens).
Los republicanos, bajo la tapadera del bipartidismo, explotarán su muy estrecha mayoría intentando el sistema del divide y vencerás, ofreciendo puestos de trabajo, práctica del clientelismo, y la inclusión en la mayoría a los demócratas dispuestos a desautorizar a sus líderes en el Congreso; y a las organizaciones de interés público, medioambientales, de consumidores y redistribucionistas del bloque de Gore. Nader, cuyo voto disminuyó al final, pero que no se puede negar que ayudó a Bush, quedará ahora eclipsado, si no políticamente destruido. Aun así, con el 48% de los votos obtenidos por Gore y el 3% de los de Nader hay una mayoría liberal de izquierda en el electorado. Está geográfica y socialmente sesgada, concentrada en las costas oriental y occidental y en el corazón del medio oeste. Los Padres Fundadores de la República desconfiaban de la democracia directa (ante todo, pretendían eliminar cualquier amenaza a la esclavitud, y por lo tanto hicieron hincapié en el federalismo y en los derechos de los estados). Dos siglos más tarde, su legado sigue muy vivo.
La prensa estadounidense está ahora llena de discusiones sobre la reconciliación nacional (siguiendo con su inclinación a hablar de cualquier cosa menos del meollo de la política). Es poco probable que el Comité Negro del Congreso y los sindicatos, las mujeres, que ahora temen una marcha atrás en el derecho al aborto e incluso en el control de natalidad, y los ciudadanos mayores que dependen de Medicare, se reconcilien con sus adversarios más acérrimos. Como tampoco es muy probable que lo hagan muchos en las universidades ni los profesionales que consideran que en las decisiones del Tribunal Supremo brillaron claramente por su ausencia eso de que nobleza obliga y un sentido de justicia frente a los demás ciudadanos.
La derecha republicana, por su parte (mantenida en un segundo plano durante la campaña), ahora espera su recompensa: grandes recortes en los programas sociales, una ofensiva cultural contra la secularización y el pluralismo, amplias subvenciones fiscales. No hay pruebas de que el gobernador Bush, cuya posición en Tejas no era en absoluto sólida, sea capaz de enfrentarse a todas las presiones opuestas a las que se verá sometido: la incesante oposición de muchos demócratas, y las demandas de una ocupación total del ejecutivo federal (y remodelación del judicial) de los republicanos. Tendrá que sufrir el hecho indiscutible de haber tenido una minoría de votos populares, y por la convicción de muchos de que sin la extraordinaria ayuda de sus amigos del Tribunal Supremo, habría tenido que soportar un recuento en Florida y la posible pérdida del Estado y la presidencia. Una presidencia debilitada (y, en opinión de la mitad del electorado, ilegítima), un ámbito público amargamente enfrentado, y la apertura inmediata de las elecciones al Congreso en 2002 (y también las presidenciales de 2004) son las perspectivas que tenemos por delante.
Nada de esto impedirá a los apologistas del imperio americano alegrarse por el final de lo que ellos describen como una mera anécdota, un desafortunado paréntesis en la vida de la superpotencia imprescindible. Con nuestra pena de muerte, nuestra democracia obviamente incompleta, nuestros patrones institucionalizados de desigualdad y nuestro persistente racismo, es de suponer que las afirmaciones de nuestra élite de Asuntos Exteriores acerca del liderazgo mundial sean recibidas con cierto escepticismo (sobre todo porque dicha élite tiene un récord sin paralelo de desastres de los que es responsable, desde Vietnam hasta el salvajismo del capitalismo global). No hay garantías de que el equipo de Asuntos Exteriores de Bush sea capaz de enfrentarse a los problemas de la degradación medioambiental, al conflicto religioso y étnico, a la desigualdad global, a los derechos humanos y a la proliferación de armas. De hecho, tampoco las hay de que le den mucha importancia a estos asuntos, más allá de las demostraciones de "fuerza". En su visita a Irlanda, Clinton rogó a los católicos y protestantes que no creyeran que sólo podían ganar si perdían sus vecinos. ¿Qué dirá al mundo -o, ya puestos, a nuestra nación- el presidente Bush, cuyo ascenso al poder descansa en la privación del derecho al voto de sus ciudadanos? Está claro que el republicano no es un partido que Lincoln reconocería como suyo.
Norman Birnbaum es profesor de Ciencias Sociales en la Universidad de Georgetown. Su libro After Progress: American Social Reform and European Socialism in The Twentieth Century acaba de ser publicado por Oxford University Press.
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