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Carne y sonrisas

No se sabe si sonríen porque son valientes o porque son mentirosos, pero la cuestión es que lo hacen sin parar, una y otra vez, delante de cada micrófono, delante de cada cámara. Sonríen mientras comen carne envenenada, mientras se bañan en un mar radiactivo, mientras son abucheados por una multitud hostil o les sacan sangre en una clínica o estrechan la mano de sus enemigos. Sonríen como Fraga Iribarne cuando se bañó en las aguas dudosas de Palomares o como lo hicieron el ministro Arias Cañete y Álvarez del Manzano ayer en Madrid, durante una degustación pública de carne, auténtica carne española, quiso decir el ministro de Agricultura con ese gesto suyo de confianza en lo que estaba masticando, carne sin riesgos, sin dobles filos, sana y alimenticia, cómanla sin temor, gasten su dinero en ella, aquí no hay vacas locas ni nada que se le parezca, no se dejen atemorizar por los agoreros.Algunos, sin embargo, seguían sin fiarse; se acordaban, por ejemplo, de lo que ocurrió con el aceite de colza, de aquellas llamadas a la tranquilidad que, al empezar los rumores, oyeron a través de sus radios o leyeron en sus periódicos muchas personas que después iban a morir o a quedar malheridas por aquel aceite pobre y tóxico; iban a quedar malheridas y además iban a ser olvidadas por los mismos que les habían pedido fe y calma. Algunos más tenían también en cuenta todo ese asunto de la legionelosis y el modo en el que el presidente Zaplana había negado una y otra vez que existiese la bacteria asesina, incluso cuando empezaron a salir a la superficie los primeros cadáveres. Tranquilícense, decía la sonrisa institucional de Zaplana, vayan al hospital sin miedo; pero la verdad era que los virus esperaban en los conductos de aire acondicionado, en los depósitos de agua, en las tuberías y en las duchas de los sanatorios. Ésa era la verdad, y tal vez ahora el político debería ir a los funerales de los pacientes fallecidos para sonreír a sus familias, para que sepan que, al fin y al cabo, la vida es hermosa, pero no es para siempre; para que sepan que la culpa no es suya, quién iba a imaginarlo, uno no puede ocuparse de estos asuntos menores y, en cualquier caso, no hablen de epidemias, no seamos alarmistas, sólo se trata de sucesos aislados, qué más da una cosa que otra, de algo hay que morir.

El ministro de Agricultura y sus colaboradores sonrieron hasta hartarse el otro día, en Madrid, mientras pinchaban con sus despreocupados tenedores la carne simbólica, esa carne que nos animaba a ir a los mercados, a freír alegremente unos filetes. Algunos, sin embargo, a pesar de la actitud ejemplarizante de Arias Cañete, de la solidez ideológica y la profundidad política de su mensaje, aún no las tenían todas consigo. Mujeres y hombres rencorosos y suspicaces, dirán ciertas fieras amansadas y ciertos correveidiles, que se acordaban, por ejemplo, de cómo hace muy pocos años se aseguró que otro ministro actual, el señor Federico Trillo, había mandado a sus hijos a vacunarse contra la meningitis a una consulta privada, mientras las autoridades le pedían a la población, de nuevo, tranquilidad y confianza, le aseguraban que no había ningún riesgo, que no era necesario protegerse de ningún modo contra la presunta plaga. La verdad es que, con precedentes de esa clase, uno se va volviendo poco a poco prudente y hasta un poco cobarde; o, como mínimo, no tiene muchas ganas de ser temerario.

De forma que me van a permitir, por una vez, que pase a este lado de mi artículo y que desde aquí les haga una confesión personal: he analizado cuidadosamente las fotos del martes, esas fotos en las que el ministro de Agricultura y los consejeros de la Comunidad Autónoma de Madrid comían pedazos de carne con todo el aplomo y toda la serenidad del mundo, entre bromas y miradas de complicidad y audaces gestos de satisfacción. Las he analizado sin perder detalle y, al ver la forma en la que hacían todo eso, al ver sus sonrisas francas, sus bocas llenas de solomillo y desparpajo, he decidido de forma irrevocable no comerme un filete ni por todo el oro del mundo. Ya lo saben, esta Navidad no me inviten a ningún banquete que no esté hecho de verduras y pescado, porque no pienso ir. Será, probablemente, una superstición mía, pero les doy mi palabra de que cada vez que veo a un político sonreírle a una epidemia, echo a correr en dirección contraria.

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