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ELECCIONES 2000

Bush II, un presidente por los pelos

Ganada por los pelos la pelea electoral más disputada de la historia estadounidense, sin experiencia en asuntos nacionales e internacionales, con dudas sobre su capacidad intelectual y su espíritu de trabajo, a George Bush se le abren dos posibilidades: ser un presidente de un solo mandato, como su padre, o convertirse en el segundo Ronald Reagan.Bush, de 54 años, lo tiene muchísimo más difícil que su padre y que Reagan. A diferencia de ellos, no ha ganado en el voto popular, sino a través del mecanismo indirecto del Colegio Electoral, y consiguiendo los 25 compromisarios de Florida por unos cientos de votos muy discutidos. Es obvio que la feroz lucha poselectoral ha empañado la legitimidad de su presidencia. Pero, incluso antes de eso, el ajustadísimo resultado de los comicios del 7 de noviembre no le concedía un fuerte mandato popular para imponer desde Washington su programa político. Y a partir del 20 de enero gobernará desde la Casa Blanca teniendo al otro lado de la avenida de Pennsylvania el Congreso más igualado en décadas, un empate en el Senado y una ligera ventaja republicana en la Cámara de Representantes.

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Así que Bush va a tener que demostrar la realidad de las cualidades que se le atribuyen: facilidad de comunicación con el pueblo, pragmatismo y moderación en política y capacidad de liderar de modo bipartidista, reuniendo a demócratas y republicanos. En el mes largo de pulso poselectoral con Al Gore, el ya presidente electo no lo ha hecho tan mal. Según las encuestas, la mayoría de la opinión pública norteamericana cree que se ha comportado de modo más razonable que Gore.

Bush ha anunciado que formará "un Gobierno de reconciliación" que incluirá ministros demócratas. Y ha asegurado que intentará consensuar con los demócratas y republicanos del Congreso su programa. Sus primeras preocupaciones legislativas serán en asuntos que pueden encontrar ese consenso: un recorte de impuestos menor que el anunciado en su campaña, la mejora de la educación pública y el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas.

Pero Bush no ha exhibido la madera de comunicador de Reagan. En los primeros días que siguieron al 7 de noviembre, se refugió en su rancho de Tejas y transmitió una imagen de fragilidad, de persona herida y desbordada por los acontecimientos. Como si hubiera somatizado la crisis, su mejilla apareció cruzada por una tirita. Luego, a medida que ha ganado batallas políticas y judiciales, Bush se asentó y manejó bien la extraña situación en la que se encontraba: la de presunto presidente electo. Evitó triunfalismos excesivos y transmitió un mensaje que funcionó: a la espera de la confirmación final de su victoria, él debía comenzar a trabajar en la difícil transición entre una Casa Blanca que ha sido demócrata por ocho años y la suya, republicana.

La crisis poselectoral ha adelantado el estilo de gobierno de Bush, que en eso sí es muy reaganiano. A diferencia de Gore, que estaba encima del menor detalle de la pelea, Bush dejó que un competente equipo de asesores le fuera sacando las castañas del fuego: la segura portavoz Karen Hughes, un políticamente muy sólido aunque físicamente minado por problemas cardiacos Dick Cheney, el patricio James Baker, el magnífico abogado Barry Richard, el popular general afroamericano Colin Powell... Es evidente que pesos pesados de la Casa Blanca de su padre constituyen por ahora el núcleo duro de su equipo. Para evitar que su presidencia sea tan sólo una restauración de la dinastía Bush, el sucesor de Clinton va a tener que equilibrar esa composición con rostros frescos.

Casado con la maestra y bibliotecaria Laura, padre de dos gemelas, mediocre estudiante y anodino empresario petrolero antes de ser gobernador de Tejas en los últimos seis años, Bush es el segundo hijo de un presidente de EE UU que conquista la Casa Blanca. El primero fue John Quincy Adams, en 1825. Pero W, como es llamado popularmente, es muy diferente del presidente que ganó la guerra del Golfo. El padre tenía una excelente preparación profesional, pero al pueblo le resultaba frío, arrogante, aristocrático, un producto típico de la élite anglosajona de Nueva Inglaterra. En cambio, el hijo es mucho menos intelectual, pero bastante más simpático y agradable, un vaquero de Tejas.

La victoria de Bush frente a Gore ha sido mucho más complicada de lo que le prometieron en 1998 los prohombres republicanos que le empujaron por la senda de la Casa Blanca. Le dijeron entonces que ganarle al robótico Gore tras ocho años de escándalos protagonizados por Clinton no iba a suponerle mayores problemas. Pero Bush ya tuvo que superar unas primarias republicanas durísimas frente al atractivo senador y ex héroe de Vietnam John McCain. Luego, su campaña electoral frente a Gore fue la más reñida desde la que enfrentó en 1960 a John F. Kennedy y Richard Nixon, y culminó con la revelación de que había sido detenido en su juventud por conducir borracho. Pero ese golpe fue poca cosa comparado con la sorpresa que se llevó en la madrugada del 8 de noviembre, cuando Gore le llamó primero para felicitarle y luego para retractarse y plantarle cara.

Bush, antes de presentarse a las presidenciales, ya era conocido universalmente como el gobernador que batía todas las marcas de ejecuciones en Tejas. Pero su personalidad es menos dura y su política más moderada de lo que cabe deducir de ese elemento de su historial. De hecho, su ascensión a la Casa Blanca se ha basado en el lema del conservadurismo con compasión, un programa de centro-derecha. Defiende las clásicas posturas republicanas de reducción de impuestos y limitación del papel del Gobierno, pero efectúa incursiones en territorios demócratas. Es contrario a desmantelar la protección social, defiende la apertura a la inmigración y hace esfuerzos por reconciliar a su partido con las minorías hispana y negra.

Como señalaba el otro día The Washington Post, en su esfuerzo por cicatrizar las heridas del prolongado combate con Gore y asentar su legitimidad, Bush tiene un poderoso instrumento a su favor: la Casa Blanca. Una vez nombrado, los norteamericanos cierran filas en torno a su presidente. EE UU es un país de fuertes sentimientos patrióticos, y el ocupante del número 1.600 de la avenida de Pennsylvania es, ante todo, su comandante en jefe. Clinton utilizó magistralmente esa condición, desencadenando fáciles represalias militares contra enemigos más o menos fantasmales en momentos en que las cosas se le ponían mal, como en el caso Lewinsky.

Cuando el Congreso aclame su primer discurso sobre el estado de la nación, los líderes internacionales se atropellen para saludarle en la Casa Blanca, pueda convocar a las cadenas de televisión para decir lo que quiera y, aún más, ordene una acción militar, las nubes con las que nace su presidencia empezarán a despejarse. Y empezaremos a saber si Bush va a ser breve como su padre o duradero como Reagan.

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