Ciudadano Maura
Muerto hace hoy 75 años, es posible que Antonio Maura sea recordado como el más importante político conservador después de Cánovas del Castillo. Sin embargo, ningún otro político de los partidos turnantes en la Restauración trazó un cuadro tan sombrío del régimen en el cual desenvolvía su actividad. Su diagnóstico de 1901 sobre "el arraigo y virulencia de la enfermedad social y política", al comentar la memoria de Joaquín Costa sobre "oligarquía y caciquismo", le lleva a afirmar que "debajo de la mentida armazón institucional, lo que de veras existe es un cacicato, editor de la Gaceta y distribuidor del presupuesto". Bajo la engañosa superficie parlamentaria, lo que prevalecía eran "todas las formas imaginables de la vida facciosa", sin acatamiento alguno de la autoridad y de las leyes. Y ese caos interesado se proyectaba sobre todos los órdenes de la vida nacional. Antes y después del desastre, Antonio Maura había destacado el papel emblemático de una Marina dispuesta para disfrutar del presupuesto, pero del todo inútil para una guerra, con ese crucero recién construido antes de 1895, el Reina Regente, que a su juicio debiera llevar como bandera el Evangelio, por aquello de ofrecer la otra mejilla en caso de sufrir agresión, siendo técnicamente incapaz de entrar en combate (de hecho se hundirá al primer viaje de ida y vuelta en el Estrecho), o con la ejecutoria del único superviviente presentable de la rota de Santiago, el Carlos V, cuyas averías generalizadas le impiden llegar en 1901 al estuario del Támesis para participar en la revista naval prevista en honor de Eduardo VII. La modernidad fracasaba en España: "Así, vertidos en los odres viejos y mezclados con las heces, se han avinagrado todos los mostos; se han frustrado todos los conatos de regeneración".Curiosamente, el político que esto escribe se encuentra entonces en tránsito desde su inicial militancia en el Partido Liberal hacia un Partido Conservador que, Cánovas mediante, resulta ser el principal responsable de la situación criticada con tanta dureza. Las raíces de esta contradicción pueden situarse en su etapa como ministro liberal de Ultramar, entre 1892 y 1894. Maura acomete con sinceridad y energía el saneamiento y la resolución del problema cubano. Por su plan de reformas, será el único político español aclamado en la Isla en la segunda mitad del siglo XIX. Diseña una nueva organización político-administrativa descentralizada, no una autonomía, pero que por lo menos apunta a una intervención efectiva de los insulares en la gestión de los asuntos públicos. Tras quince años de continuada frustración, las expectativas suscitadas en Cuba fueron enormes y se hizo general el sentimiento de que su bloqueo por los integristas, al imponerse a Sagasta, llevó a la insurrección de 1895. Pero si bien insistió en la validez de las propias ideas, la respuesta de Maura fue mínima. Él se oponía a los métodos de los conservadores hispano-cubanos, pero pretendía con ello salvaguardar esos mismos intereses. Por eso desautoriza en 1893 la creación del Partido Reformista cubano que la defensa de sus propias reformas había provocado.
Tal es la contradicción que arrastra a lo largo de su vida: su concepción de la política se enfrenta radicalmente al legado de Cánovas, pero en nombre de un mantenimiento estricto de la hegemonía de las clases dirigentes de la Restauración. De ahí que su paso al conservadurismo sea perfectamente explicable. Y que hasta su testamento político de febrero de 1925 defienda la prerrogativa regia en cuanto a la elección del momento para celebrar las elecciones, y algunas cuestiones cruciales ("acerca de los institutos armados, de las relaciones exteriores y de las gracias y mercedes") a pesar de su propia experiencia personal, bastante desafortunada, desde el momento en que el joven rey fuerza su dimisión como primer ministro en 1904 para imponer así a su general elegido como jefe del Estado Mayor Central. Alfonso XIII fue un rey bien intencionado, pero llegado prematuramente al trono, con escaso apego al espíritu del constitucionalismo monárquico y muy dado desde su adolescencia a jugar a los soldados como si el Ejército fuera cosa suya. Maura tuvo que sufrir en carne propia las veleidades del joven monarca y a pesar de ello defendió siempre su preeminencia. Quería sinceramente acometer la revolución desde arriba, sin afectar al sistema de poder consolidado.
Incluso en el terreno económico. Fue especialmente significativa su intervención en el contencioso sobre el abastecimiento de agua a Madrid, cuando el Canal de Isabel II intenta a principios de siglo acometer las obras necesarias para atender a la demanda de una población creciente. Sólo que entonces entra en juego la pretensión privilegiada de un amigo del rey, el marqués de Santillana, quien a fines del XIX ha adquirido concesiones en distintos puntos de la Sierra e intenta vender a precio abusivo su embalse construido sobre el impresentable río Manzanares, o impedir, si no es atendida su pretensión, como no lo fue por el informe de los técnicos del Canal, cualquier nuevo embalse en el Lozoya. La concesión privilegiada, sobre la base de las influencias, se convierte en responsable consciente de la sed de Madrid, hasta bien avanzados los años 20. Era el cuento del clavo en la pared: un hombre llega a un casino de pueblo, pide permiso para poner un clavo en que colgar su abrigo, en este caso para abastecer al norte de la capital, y una vez fijado el clavo argumenta con el apoyo de los caciques que la pared es sólo suya. Y ahí tenemos a nuestro regeneracionista Maura, inversor a título privado y heredero de Francisco Silvela en el Consejo de Administración de la Hidráulica Santillana, defendiendo a muerte tal pretensión en marzo de 1909 e invitando al comisario del Canal, el también conservador Sánchez de Toca, a que abandone el partido por sostener los intereses públicos. La defensa de su orden, el orden de los propietarios, estará por encima de su ideal de modernización, del mismo modo que la apelación a la democracia será compatible con la política represiva a ultranza que marca su proyecto de ley sobre el terrorismo y la emblemática ejecución de Francisco Ferrer Guardia tras los acontecimientos de la Semana Trágica.
La ambivalencia del pensamiento político de Antonio Maura se refleja en el concepto clave de ciudadanía. Para empezar, apunta que en la ausencia de espíritu ciudadano reside la causa de los males del régimen. "La dominación oligárquica del caciquismo -escribe Maura- no es por sí propia el malo, sino su inevitable consecuencia; el mal reside en la abstención y abdicación de los auténticos y legítimos partícipes en las funciones políticas, de gobierno y dirección social". La democracia es el fin, pero de nada sirven normas e instituciones si no hay ciudadanos, si persiste "la tremenda inercia de la masa nacional". Es una explicación todavía utilizada y que tiene una parcial validez; sólo parcial, porque deja de lado que la estructura de un régimen como el de la Restauración cercena de entrada toda posibilidad de acceso a esa ciudadanía. No es un sistema político imperfecto, sino un sistema de poder. "Incumbe a los mejor formados y más capaces, el ministerio social de directores", deja caer Maura en su testamento, con lo cual podemos apreciar que si todos son los llamados formalmente, el mensaje se dirige a los elegidos, en definitiva los sectores activos de las clases dominantes: "Es insensatez ruinosa, traición al verdadero sufragio -añade-, atribuir el voto político a quien, por uno u otro motivo, carezca de aptitud para servir con él a la causa pública". Esto explica el funcionamiento del famoso artículo 29, remedio para unas elecciones falseadas que vino en la práctica a reforzar, o la curiosa propuesta de que allí donde se hubiera constatado manipulación del sufragio no se volviese a votar. Los castigados son siempre los de abajo.
El círculo se cierra sorprendentemente. Inerte la masa social, su movilización -la de los elementos dirigentes activos- ha de acometerse por iniciativa del gobierno, guía natural de la colectividad. El campo de la racionalización más definido es el administrativo. El político no consistirá en la convocatoria de un poder constituyente, sino en el seguimiento a "una autoridad firmísima, un poder incontrastable que imponga a todos el respeto de las leyes". Y es que sólo la monarquía sirve de obstáculo a "la barbarie sañuda y soez" de "los insumisos", unas clases populares siempre dispuestas al asalto, a "la subversión permanente". No ha de extrañar que si bien hubo una corriente maurista de conservadurismo republicano (Miguel Maura, Ossorio y Gallardo), el legado político más consistente, con Delgado Barreto y sus periódicos La Acción y La Nación, Antonio Goicoechea, José Félix de Lequerica o José Calvo Sotelo, sirva de manantial al peculiar fascismo español de los años treinta. Su antecedente había sido la movilización de "los pollos de Acción Ciudadana", los violentos niños bien de los barrios ricos madrileños que emprenden la defensa del orden social amenazado en torno a 1917 con medios similares a los de sus congéneres de otros lugares de Europa.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.
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