Abducidos por el burger
Hay gustos que merecen palos. Sé que hice mal. Ayer me zampé una Chease Burger doble con mostaza y pepinillos. No estuvo bien, porque la comida basura ni es vasca, ni católica, ni es sentimental, ni tiene fuste, ni nada. Así que sentí un irrefrenable deseo de confesar mis culpas de mal vasco y pésimo católico y llamé con urgencia al dibujante:- Tengo que hablar contigo. He caído en lo más bajo de la pitanza y el comistrajo. Me he dado a la comida basura. Y ya sabes lo que se ha dicho y escrito últimamente de todo esto.
Nuestro crítico gastronómico Mikel Corcuera, denunciaba un conato de Apocalipsis en la Lyon vasca: "San Sebastián, templo de la gastronomía, empieza a sufrir el acoso del fast food". Días después, el teólogo italiano Massimo Salami, varón predestinado a meter baza en el asunto quizá por su apellido de longaniza, anatemizaba los establecimientos de comida rápida, porque atentan contra los valores cristianos: "el fast food no es un modelo católico -dijo- carece del carácter comunitario del compartir, trata de satisfacer rápidamente el hambre para dedicarse enseguida a otra cosa!". Y como éramos pocos terció HB preocupada por la nefasta influencia de la hamburguesería en nuestra chavalería. Y en ésas andamos -abrumados- a la espera de que se pronuncien Madrazo y el obispo Uriarte.
Si nos paramos a reflexionar, críticos gastronómicos, ideólogos y teólogos tienen razón. Uno acude al restaurante a darse un homenaje, a oír las cuitas de ese cocinero jatorra que luego te dará el sablazo, sin contemplaciones. Al restaurante se va a compartir, a disfrutar a ser un buen vasco y un buen católico. En cambio al Burger se va a matar la gusa, a papear, a quitarse el hambre, a echarse un trago de birra al coleto, a eructar y salir de inmediato. El burger es gastronómicamente guarrindongo y onanista. Yo estaba en pecado y tenía la necesidad de confesarlo.
El dibujante, alertado por la denuncia de los pensadores del pienso sobre la globalización de la comida basura y sus perniciosas consecuencias, no se mostró demasiado indulgente conmigo: "Ni eres joven, ni eres pobre. No tienes perdón. Sólo a los jóvenes y a los carentes se les puede consentir estas cosas". Herido en lo más profundo de mi orgullo, despotriqué cuanto pude por esa discriminación que consideraba injusta y, amparándome cínicamente en parte de lo publicado por el teólogo, el crítico y otros miembros del club de los exégetas glotones, arremetí contra la bula dispensada a jovenzanos y menesterosos.
Los jóvenes y los pobres, dije, andan despistados gastronómicamente, inmersos en el gusto por el mal gusto. Además, teniendo como tenemos exceso de restaurantes y de liquidez, ¿por qué no invierten los pobres en Bolsa?, por lo mismo que los jóvenes se dan a la comida basura, por ignorancia y porque son reacios y desconfiados. Todo el mundo dispone de su plan de pensiones y su fondo de inversión y su mesa reservada en el restaurante, pero los pobres y los jóvenes, siguen empeñados en pasar la tarde entre la cola del paro y la cola del racionamiento del Burger King. Son egoístas y prefieren seguir dando el coñazo con el salario mínimo, el contrato basura, y la doble ración de pollo con ensalada y chips pringados con ketchup. Lo que les gusta a los pobres y a los jóvenes es que nos pasemos la vida ocupándonos de ellos. Les tenemos muy mimados. Y así no hay manera. Que coman como Dios manda, que inviertan como todo el mundo y que no den la paliza.
Mikel Corcuera ya lo advirtió en su plática gastronómica dominical: "En esos centros de comida rápida les lavan el cerebro y les embadurnan el estómago". Pero ellos dale que te pego a la hamburguesa. Lo que hay que hacer con los pobres y los jóvenes es psicoanalizarlos. Lo suyo no es normal. Todo salario les parece poco y toda mejora nimia. No saben lo que quieren. Con los pobres ya se ha probado todo: La revolución desde arriba, la revolución desde abajo, el capitalismo de rostro humano, la extra de Navidad, los puntos, el salario social, el cuponazo... todo.
Y con los jóvenes, no digamos. El seguro tiene que empezar a psicoanalizarlos en literas y por tandas. A ver si se aclaran y prestan atención a los productos autóctonos y a los sabios consejos de Subijana, Arzak, Arguiñano, Berasategui, Canales, Roteta y tantos otros hombres buenos que se desviven por hacernos felices. A ver si aprenden a comer. A los jóvenes y los pobres no hay que darles excusas. Se acogen a cualquier pretexto para seguir engullendo bazofia.
El Gobierno vasco, que anda ahora dudando entre la desobediencia civil y la subvención para la revolución informática, aporta veinticinco mil pesetas por la compra de un ordenador. Se debería aprobar una cantidad similar, un bono por joven, por pobre, y si me apuran por ciudadano -porque según el Eustat, el 43% de los vascos no come nunca en un restaurante- con derecho a dos sesiones en el restaurador o cocinero vasco más próximo. De esa forma, nuestros chavales quedarían liberados de las garras globalizadoras del Mac Donal, de la Pizza Hut, del Kentuky Friend y del Burger King, de la abducción de un condumio, de peor servicio y calidad que el Comedor de las Damas Apostólicas, donde manducan, menguados, desheredados, desvalidos, famélicos, indigentes, arruinados, mendigos o simplemente transeúntes, cuando la limosna no les llega para una doble Chease Burger con mostaza.
Hay que salvar a nuestros jóvenes de la comida basura para que no se conviertan en malos vascos y en peores católicos. Lo que hace falta ahora es que ellos se dejen.
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