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La razón y el deseo

"Ya te dije que hoy tocaba inmersión". Así de gracioso se mostraba el presidente del Gobierno de España con su colega y amigo, el primer ministro del Reino Unido, ante la enésima pregunta que formulaban los periodistas en la rueda de prensa concedida por ambos estadistas el 27 de octubre del año en curso. Lo que pretendían saber los periodistas, con insistencia que a los interesados pareció digna de mejor causa, era si las autoridades británicas concederían permiso a algún técnico español para acceder al interior del submarino nuclear atracado con su avería en aguas de Gibraltar.En lugar de responder a la pregunta, Aznar y Blair reiteraron una y otra vez que sus relaciones eran muy transparentes, como corresponde a Gobiernos "que son socios, que son aliados, que son amigos". Aznar, que nunca puede evitar cierto resabio vengativo, añadió que comprendía lo chocante y preocupante que en algunos ámbitos podría parecer esa magnífica relación. Tal vez se refería al exterior, al bloque franco-alemán, temeroso quizá ante la pujanza de la amistad británico-española; tal vez se refería al interior, a la rabia que a los socialistas provocaba el idilio entre un líder conservador y un dirigente laborista. El caso es que finalizó su primera y larga intervención sobre la transparencia y la confianza con una indirecta que pretendía ser maligna: comprendo que a algunos les preocupe esta amistad, pero "qué le vamos a hacer", dijo.

Ante el gravísimo problema que los dos jefes de Gobierno tenían sobre la mesa, todo esto puede parecer deplorable, y lo es; pero todo esto se dijo en una rueda de prensa muy jovial, distendida, simpática, rebosante de risas y de nostalgias de submarinos amarillos. Mientras el submarino negro amenazaba en Gibaltrar, Aznar celebraba la solidez de la alianza británico-española y Blair rendía un "homenaje personal" a la contribución de su gran amigo al fortalecimiento de las relaciones entre ambos países y "a su liderazgo en Europa y en cuestiones internacionales".

Ha pasado mes y medio de aquellas flores, los plazos de la reparación se alargan y la transparencia y confianza entre los dos Gobiernos se ha reducido a lo que siempre fue: vana palabrería para disimular la imposibilidad de responder por derecho a una simple pregunta. Aznar se ha olvidado del color del submarino y ya no bromea a propósito de inmersiones. No más amigos de toda la vida ni chistes de colegial; en lugar de brazos por el hombro y sonrisitas cómplices, Aznar se ha atrevido a expresar un deseo hasta hoy reprimido: a ver si su amigo se lleva de una buena vez el dichoso submarino.

Lo ha dicho con otras palabras, ciertamente: "Lo más razonable, lógico y deseable sería que fuese llevado al Reino Unido". Y en verdad no se sabe qué es peor: si tomarse a broma al Tireless o confesar tan ingenuamente el deseo de que se lo lleven. Pues cuando un presidente de Gobierno no quiere perder la cara ante terceros sólo manifiesta sus deseos si le consta que la otra parte ha accedido ya a satisfacerlos o si dispone de suficientes recursos para obligarle a cumplirlos. Las declaraciones de Aznar a The Times tendrían sentido si se diera previamente alguna de esas circunstancias: que conociera por conducto diplomático la pronta salida del buque o que fuera capaz de forzar al Gobierno británico, por la misma vía, a llevárselo a casa.

No hay ni una cosa ni la otra. Ni los británicos han decidido el traslado, ni los españoles disponen de recursos para exigirles que remolquen el submarino nuclear averiado. Y así, el ridículo que el presidente hizo con sus gracias en la rueda de prensa se dobla por el bochorno de verle ahora expresando un deseo al que su amigo responde dejándole en posición desairada. Los británicos mantendrán al Tireless en Gibraltar, que para eso es su colonia; y el Gobierno español seguirá balbuciendo tonterías improvisadas hasta que se entere de que la razón y el deseo poco tienen que ver con las relaciones entre Estados.

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