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Por una Europa de varias capitales

Soledad Gallego-Díaz

Es posible que Charles de Gaulle y Konrad Adenauer no llegaran a firmar nunca un papel en el que se dijera que Francia y Alemania deberían tener siempre el mismo número de votos dentro de las instituciones europeas. Es incluso probable que no haya existido nunca ese "compromiso histórico" al que alude ahora el presidente Jacques Chirac. Pero si no existe, quizás debería existir, por lo menos en el inconsciente de la nueva Europa que surgirá, a trancas y barrancas, en la cumbre de Niza.Europa "nació de Francia" hace 50 años. Arrancó con un pequeño documento que empezaba exactamente con las palabras "El Gobierno francés propone ... [el primer Tratado de la CECA]" y se ha ido construyendo, bastante satisfactoriamente, sobre la idea de una total paridad entre Francia y Alemania. Es cierto que Francia tiene grandes defectos como aliado y como socio. Incluso se puede decir que Alemania ha sido históricamente más leal con las aspiraciones españolas, portuguesas o griegas que nuestro vecino, y que probablemente lo será en el futuro con las aspiraciones de los nuevos socios. Pero aún así, Francia ha sido durante todo este tiempo, en las épocas duras de la guerra fría, el único país que mantuvo vivo el fuego de una Europa con carácter e intereses propios. A la larga, ese empeño nos benefició a todos y quizás dentro de otros 50 años también tengamos que agradecerle su tesón en negarse a aceptar que desaparezca la idea de un corazón partío entre París y Berlín. Además, en realidad no se trata sólo de la preeminencia de Alemania sobre Francia, sino sobre el resto de Europa en su conjunto. Si Francia mantiene su paridad, el Reino Unido e Italia no renunciarán a ella y los europeos podremos disfrutar de una Unión Europea simbolizada en cuatro capitales y no sólo en la recién restaurada, e imponente, Puerta de Brandeburgo.

Es cierto que desde un punto de vista democrático la petición alemana de contar con una mayor representación en el voto ponderado del Consejo de ministros de la UE parece impecable. Pero, ¿desde cuándo la Unión ha funcionado de acuerdo con esos principios? Si de democracia se tratase, lo primero sería reformar el propio Consejo, para resolver esa antidemocrática mezcla de poderes legislativo y ejecutivo que reune. Y eso es algo que absolutamente nadie propone en estos momentos, con bastante sentido común.

Además, Alemania no tiene muchas razones para quejarse sobre su actual peso en la marcha de la Unión. Sus necesidades, e incluso sus obsesiones, casi siempre han tenido una respuesta comprensiva por parte de sus socios. La Agenda 2000 incluyó la mayoría de los recortes presupuestarios que propuso, aunque luego se advirtiera que faltaba dinero para la crisis de Kosovo; los tipos de interés y la valoración del euro han mantenido, milagrosamente, una marcha muy adecuada para la recuperación de su economía; incluso las harinas de origen animal no se han podido prohibir hasta que apareció en Alemania la primera "vaca loca". La cumbre de Niza hará otro gesto amistoso y dará paso a otra Conferencia para fijar con exactitud las competencias de la Unión y de los Estados, algo que preocupa mucho a Berlín y a su estructura federal [y que también inquieta, en sentido contrario, al gobierno español ante la posibilidad de que reabra la discusión interna sobre el techo de las autonomías].

Tienen razón los dirigentes alemanes cuando alegan que ellos siempre han ofrecido propuestas asumibles y salidas negociadas, lo que es de agradecer, pero la realidad es que nadie les discute que mandan mucho en la Unión. Lo mejor sería que no necesitaran demostrarlo en cuestiones con más contenido simbólico que real, como la ruptura de la paridad de voto con Francia o la exigencia de que el alemán se imponga como lengua de trabajo, algo bastante injustificado desde el punto de vista de su vitalidad y futuro.

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