Entre el factor Rh y el derecho a la inocencia
En aquella prodigiosa década de los sesenta, los españoles descubrimos el tenis y la minifalda, la píldora anticonceptiva y a los cuñados Fraga y Robles Piquer, a los Bea-tles y a Paquito de Jerez... No se compra con dinero / el cariño verdadero / No hay en el mundo dinero / para comprar los quereres.... Nuestro descubrimiento del tenis tuvo mucho que ver con la crónica sentimental y coplera de aquella España del Opus Dei y las clandestinidades antifranquistas, porque tan selecto deporte fue saboreado por nuestros delicados paladares progresistas debido a que Santana y Orantes habían sido recogepelotas antes que frailes y, en general, los mejores jugadores procedían del proletariado; eran hijos de la España de la rabia y de la idea. No obstante, el tenis español había contado antes de la guerra civil con destacadas cultivadoras sufragistas como Lilí Álvarez, gloria de Wimbledon y durante algún tiempo colega de afinidad o de militancia en el FLP (Frente de Liberación Popular), y también en el frente progresista catalán esperaban sufragistas esquiadoras, tenistas y directivas del Barça a la espera de justicieras recuperaciones a lo Juan Manuel de Prada.
Pero, de pronto, pasamos de tan entrañables fantasmagorías o de las gloriosas resistencias de Pedro Massip en sus partidos numantinos y perdidos a la osadía de Santana y Orantes destruyendo yanquis y australianos y colocando a la selección española en una, dos finales de la Copa Davis. Y, de la noche a la mañana, Santana, Couder, José Luis Arilla, Gisbert, Orantes fueron tan populares como las grandes estrellas del fútbol y, así como yo escribiría que el gol de España contra Inglaterra en el Campeonato del Mundo de fútbol de 1950 lo habían marcado entre Zarra y Matías Prats, las pelotas que Santana u Orantes convertían en obleas para la plana mayor del tenis amateur mundial contaban con la colaboración de Juan José Castillo, la voz de TVE que nos avisaba, ¡entró...,entró...!, con la misma grandeza con la que hubiera anunciado un alunizaje.
En aquellas dos finales de Copa Davis de los sesenta nació la gran esperanza blanca del tenis español y, a pesar de los Roland Garros logrados por Arantxa o Bruguera, más algún Wimbledon acumulado, el Masters de Corretja y premios del Grand Slam que se perdieron o lograron porque así lo quiso la Historia o la Divina Providencia, ganar una Copa Davis quedó como la gran asignatura pendiente. Cuando en la década de los 90 se formó la armada invencible, es decir, la presencia de una veintena de tenistas españoles entre los 100 mejores del mundo, la madre de todas las Copas parecía al alcance, pero, al contrario, descendimos de categoría o estuvimos a punto, y ahora llega la hora de la verdad, encerrados a solas con los australianos, nuestros verdugos de los años sesenta, que pasarán por las pistas de tierra batida como otros pasan por la piedra y durante tres días recuperamos una ilusión patriótica que no quisiera clasificar de Nacionalista porque dudo que los tenistas se lo tomen así. Para los jugadores españoles esta Copa Davis, si la ganan, es como su primera ascensión al Himalaya, y los deportistas merecen vivir largamente en la edad de la inocencia. Lástima que el contexto biopolítico en el que se produce esta nueva oportunidad puede añadirle el factor Rh a la victoria o a la derrota y la composición catalano-valenciana del equipo remueva fantasmas secesionistas y resucite al Unamuno tertuliano al grito de: Levantinos, os ahoga la estética.
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