Huellas en la nieve
Ahora que de casi todo hace ya un siglo, la mayor parte de las historias que conocíamos empiezan a parecer lejanas, un poco increíbles. La que vamos a recordar juntos, por ejemplo, acabó hace unos días en Nueva York, en un apartamento de Manhattan, pero había empezado mucho antes, nada más comenzar el siglo pasado, un siglo por el que su protagonista pasó dejando un hermoso rastro y siendo herido por él; cien años maravillosos y terribles que atravesó sin miedo y con esperanza, preparado tanto para el placer como para el dolor, como quien juega a caminar descalzo por la nieve, deja sobre ella sus huellas y es dañado por su frío. Se llamaba Ralph Bates y ahora, en el inicio de este nuevo siglo tan joven, tan virtual, tan técnicamente dotado, no sólo es que nadie lo recuerde o lea sus libros, sus novelas o sus poemas, sino que ni siquiera parece ya una persona real, resulta inexplicable, difícil de creer. ¿Por qué? ¿Qué será lo que ha perdido actualidad, su estilo literario o la naturaleza de sus ideales?La parte de su historia que ahora nos interesa ocurrió en una época, a mediados de los años treinta, en la que la mayor parte de las palabras y los hechos aún conservaban su significado original: libertad, compromiso, utopía, solidario, todas esas palabras que hoy en día hacen sonreír a cierta gente, con un gesto de piedad o de conmiseración o de burla, y en algunos casos hasta llegan a perjudicar a quien las pronuncia, hacen que se le cuelgue de inmediato el cartel de oportunista, o el de demagogo, o los de afectado, ingenuo, hipócrita. Siempre he creído que durante la guerra civil no sólo se asesinaron y se corrompieron en España personas, sino también palabras, un montón de palabras como las anteriores y otras que dejaron de ser lo que siempre habían sido para transformarse en cosas horribles, para nombrar el horror o la muerte, palabras como cuneta, paseo, tapia, nacional, rojo...
Ralph Bates vino a España durante la guerra por lo mismo que vinieron otros escritores, desde W. H. Auden hasta Pablo Neruda, de César Vallejo a Hemingway, de George Orwell a John Dos Passos y de André Malraux a Stephen Spender: vino a defender el país de los asesinos y a contarle al mundo lo que estaba pasando y el mundo no quería ver, lo que contó Malraux en L'Espoir; lo que contaron Neruda en España en el corazón y Vallejo en España, aparta de mí este cáliz; lo que contaron Auden en Spain y Spender en The still center y Poems from Spain... Pero las guerras las ganan los generales, no los poetas, y lo que había empezado como empieza en el libro de Neruda, acabó como acaba en el de Auden. Esto es lo que dice Neruda: "Con los ojos heridos todavía de sueño, / con escopeta y piedras, Madrid, recién herida, / te defendiste. Corrías / por las calles / dejando estelas de tu santa sangre, / reuniendo y llamando con una voz de océano, / con un rostro cambiado para siempre / por la luz de la sangre, como una vengadora / montaña, como una silbante / estrella de cuchillos. / Cuando en los tenebrosos cuarteles, cuando en las sacristías / de la traición entró tu espada ardiendo, / no hubo sino silencio de amanecer, no hubo / sino tu paso de banderas / y una honorable gota de sangre en tu sonrisa". Y ésta es la forma en la que Auden acaba su poema: "Las estrellas se han apagado, los animales se quedarán ciegos: / nos hemos quedado a solas con nuestros días, y el tiempo se acaba y la Historia / podrá compadecerse del vencido / pero no darle ayuda ni perdón".
Ralph Bates también estuvo en Madrid y también contó en sus libros la historia de España, lo hizo en The 43rd Division y en Envoi Of Legandary Time; también fue miembro del Partido Comunista Británico y, como tantos de los que habían cantado al ideal de la revolución soviética lo harían un poco antes o un poco después, rompió su carné tras los pactos entre Stalin y Hitler. Pero en este artículo lo que importa no es en qué se convirtió todo, sino qué creyeron que era las personas como Ralph Bates, las mujeres y los hombres que una vez vineron a España para defender a un país que en realidad no era ningún país, sino algo más grande, un símbolo, un lugar en donde destruir a los asesinos, en donde empezar a cortarles el paso. No lo consiguieron y, hoy mismo, los asesinos han cambiado de nombre o de siglas pero siguen haciendo su trabajo de siempre. Menos mal que hubo alguna vez personas como Ralph Bates, que murió hace unos días, a los 101 años, pero había muerto mucho antes y no morirá nunca. Depende de quién lo mire y para qué.
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