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El Museo Británico abre una gran plaza interior diseñada por Norman Foster

La construcción de la cúpula de cristal y acero ha costado 27.000 millones de pesetas

Isabel Ferrer

Tras cumplir con sus obligaciones constitucionales pronunciando el Discurso de la Corona, la reina Isabel II acudió ayer a una cita en principio menos comprometida: la inauguración de la plaza interior que lleva su nombre en el corazón del Museo Británico. Diseñada por el arquitecto Norman Foster y con un coste de 100 millones de libras (27.000 millones de pesetas), se ha convertido en el espacio cubierto más grande de Europa. Los puristas, sin embargo, interpretan como una afrenta el hecho de que la piedra caliza utilizada en uno de los pórticos sea francesa.

Pórticos neoclásicos

Oculta al público desde 1857 porque en su hectárea de superficie se erigía la Biblioteca Británica, la plaza interna del Museo Británico era un espacio perdido. Cuando la biblioteca trasladó en 1997 sus volúmenes al edificio de ladrillo rojo levantado junto a la estación londinense de ferrocarril de San Pancracio, el Ministerio de Cultura pensó que podría recuperarse el patio que servía de acceso a las distintas salas. Con fondos llegados de la lotería nacional (15,75 millones de libras), la Comisión del Milenio (30 millones de libras) así como donaciones particulares, el proyecto le fue encargado al arquitecto británico Norman Foster. Éste diseñó una cúpula de cristal y acero dispuesta como un rompecabezas de piezas triangulares que no sólo inundan de luz natural al visitante. Cumplen la misma función integradora que la pirámide exterior del Louvre.

Todo marchaba de maravilla, incluidos los plazos de edificación previstos, hasta que le llegó el turno a los pórticos neoclásicos que rodean la plaza y sirven de acceso a las distintas galerías. Los tres ya existentes, el del oeste para la sala de Escultura Egipcia, el situado al este para la Biblioteca del Rey y el abierto al norte para la nueva sala Wellcome de Etnografía, no presentaban problemas. La reconstrucción del pórtico del sur, que debía ser reconstruido siguiendo el ejemplo de los otros, ha generado, por el contrario, una de las polémicas histórico-culturales más agrias y peculiares de los últimos años. Y todo por el origen de la piedra utilizada, una caliza francesa denominada Anstrude Roche Claire.Para desespero de los puristas, entre ellos sir Jocelyn Stevens, antiguo presidente de English Heritage, el organismo que vela por mantener las esencias patrias, en especial arquitectónicas, el museo ha querido engañar a todos. La piedra que debieron usar es la británica Portland, la misma que forma las columnas que rodean la Sala de Lectura. "Es una auténtica afrenta" dijo.

De nada ha servido el esfuerzo del museo por recordar que la plaza recobrada facilita al visitante el acceso a las distintas salas de la planta principal, un auténtico laberinto donde ha sido difícil orientarse durante los últimos 150 años. Tampoco ha ayudado el hecho de que la nueva Sala de Lectura esté abierta al público sin necesidad ya de tarjeta de socio. "La decoración es la misma de 1857, con sus tonos azules y dorados, y cuenta con 25.000 libros de referencia, catálogos y material impreso dedicados a las culturas mundiales representadas en el museo", claman casi sus portavoces. Luego añaden que con el espacio ganado ha sido posible abrir dos teatros, dos salas para seminarios y conferencias, un centro educativo para jóvenes y otro para actividades artísticas.

Norman Foster, famoso por su respeto al entorno, ha tratado de calmar los ánimos. El arquitecto ha apuntado que en las empresas colectivas todos los implicados tratan de hacerlo lo mejor posible. "Puedes aspirar a la perfección, pero los edificios son pensados, construidos y utilizados sólo por seres humanos". Un pensamiento que no caló en la embajada griega, que decidió ausentarse de la cena posterior a la inauguración porque ésta se celebraba en la sala que exhibe los Frisos del Partenón.

El gran rompecabezas del arquitecto

Fundado por orden del Parlamento en 1753, el Museo Británico abrió sus puertas al público en 1759. Uno de los edificios más señeros, tradicionales en su aspecto y visitados del Reino Unido, la cúpula de cristales del arquitecto Norman Foster lo ha convertido ahora en uno de los más osados.Sin dejarse arredrar por la tarea encargada en 1998, Foster y los ingenieros Buro Happold, han dotado al museo de una bóveda acristalada dispuesta como un rompecabezas gigante. Para montarlo han sido necesarios 3.312 piezas de cristal que pesan 315 toneladas y 478 toneladas de acero.

El efecto que ello produce al penetrar en el museo es liberador. En lugar de la iluminación artificial tan común en los grandes museos internacionales, el vestíbulo del Británico está inundado ahora de luz natural calificada como de "bendición" por uno de los críticos de arte del rotativo The Times. El mayor beneficio, no obstante, lo constituye la facilidad con que puede orientarse el visitante abocado hasta ayer a pedir auxilio al personal del centro cada vez que pretendía trasladarse de una sala a otra. Para recibir a la soberana, Isabel II, la dirección del museo extendió ayer su mejor alfombra roja y rompió una tradición tan antigua como la sala. Cerró sus puertas por un día recordando, eso sí, que ha ampliado los horarios de apertura de la Gran Sala hasta las 23 horas, de jueves a sábado.

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