La economía de nuestros hijos
Los monstruos de buenas esperanzas son aquellos seres excepcionales que quizá han nacido antes de tiempo, cuando el ambiente que los rodeaba aún no estaba preparado para ellos. En la excelente novela del mismo título, de Nicholas Mosley, uno de esos monstruios explica: "La realidad no es una metéfora que construimos a partir de las mátemáticas; las matemáticas son una de las metáforas que usamos para referirnos a la realidad". Leyendo esta certera aseveración recordaba aquella vez, hace más de quince años, en que observamos cómo un alto cargo de la OCDE, en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, reducía a una ecuación de segundo grado la compleja situación de México que acababa de suspender el pago de la deuda externa, con sus sufrimientos y sus desafíos políticos. Hay testigos de que, ante la estupefación de los alumnos, el tecnócrata afirmaba satisfecho viendo en el encerado la fórmula matemática que él mismo había elaborado: "Esto es México".Alumnos de las facultades francesas de ciencias económicas han elaborado un manifiesto contra la enseñanza de la economía en sus centros universitarios. Consta que otros estudiantes, profesores y economistas españoles se han solidarizado con el mismo. Escapar del "mundo imaginario" que algunos profesores les enseñan, para comprender los fenómenos económicos que preocupan a los ciudadanos. Los estudiantes proponen con sabiduría recuperar la relación de la economía con lo real, una enseñanza que "por tener una dimensión teórica, se separa de las contingencias de la realidad, lo que es muy legítimo y necesario en un primer momento, pero que ya no vuelve a confrontarse casi nunca con los hechos, de manera que la parte empírica es prácticamente inexistente".
Cuando no se tiene en cuenta la recomendación de este manifiesto y se tiende a la irrealidad ideológica es cuando surgen propuestas como la de la maternidad pagada por las mujeres que acaba de hacer el Círculo de Empresarios (y que ha tenido que retirar estrepitosamente so pena de ser calificados de loquinarios, por su extremismo). O cuando al mismo tiempo que se presentan los resultados de la central de balances del Banco de España se aplaude el crecimiento espectacular de beneficios de las empresas (en buena parte motivados por la subida del precio del petróleo); se pone en la letra pequeña que el ritmo de creación de empleo en esas empresas, en idéntico periodo, se ha reducido, y se sugiere al mismo tiempo, con mayor énfasis que al principio, que no se demanden subidas salariales relacionadas con la inflación prevista, ante el peligro de aumentar ésta.
Sencillamente, los mensajes no son creíbles. Tratan de mundos imaginarios para los ciudadanos. Dos profesores norteamericanos, Richard Heilbroner y William Milberg, en su libro La crisis de visión del pensamiento económico desarrollan la idea de que hasta que el contexto social del comportamiento económico (esto es, hasta que se vuelva a la noción de economía política, más que utilizar la de ciencia económica) no sea reconocido de forma abierta -lo que es muy difícil dentro de la ortodoxia dominante- la política económica será incapaz de tener un papel útil como intérprete de las perspectivas humanas: una teoría económica potente siempre se erige sobre visiones políticas fuertes y poderosas. Heilbroner y Milberg hablan de la "impecable elegancia" a la hora de exponer los términos del problema, acompañada de una "absluta inoperancia" en cuanto a la aplicación práctica. "La fuerte teorización del presente", dicen enlazando desde el otro lado del océano con los estudiantes franceses, "alcanza un grado de irrealidad que sólo se puede comparar con la escolástica medieval".
Además del uso exagerado de la modelización matemática en el estudio de la economía, el otro punto significativo del manifiesto está dedicado a defender el pluralismo en la enseñanza de la economía. Muchas clases no hacen reflexionar; de las varias polibilidades y enfoques que existen para solucionar los retos económicos sólo se da uno y se tiende a explicarlo a partir de un razonamiento axiomático, como si se tratase de la verdad económica. ¿Les suena? Esto no se origina sólo en la enseñanza sino con mucha frecuencia en la aplicación de la política económica. Los estudiantes dicen que no se puede aceptar como indiscutible que la existencia de un salario mínimo genere paro, que la reducción de la jornada laboral no sea un tema a considerar, o que la mundialización haya de ser dirigida por el universo financiero y no por la democracia política. A esto es a lo que se llama pensamiento único. Y lleva, en bastantes ocasiones, al vacío intelectual como respuesta alos nuevos problemas, o a los problemas de siempre (paro, desigualdad, globalización, desarrollo, etcétera). ¿Cómo hemos llegado al hecho de que no se pueda discutir, so pena de excomunión académica, sobre la bondad de un istrumento -el déficit cero del presupuesto- sin ponerlo en contexto con los problemas de la coyuntura o con los retrasos estructurales de algunos de los países que quieren hacer de ese concepto el nuevo dogma inamovible? ¿Déficit cero? Depende de las circunstancias.
De nuevo, el manifiesto contra la enseñanza de una economía imaginaria, despegada de la realidad ("una economía autista", la definen sus autores, a los que se han unido ya muchos docentes) conecta con las tesis de Heilbroner y Milberg: la teoría tiene influencia en los ciudadanos cuando su visión moviliza las simpatías morales. Para que haya un núcleo consensual bien definido en el capitalismo global, como lo hubo con el keynesianismo hasta los años sesenta, se exige, cada vez más, no sólo un grado de acuerdo entre los expertos encerrados en sus torres de marfil y que se edifique en las asambleas del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial; también se requiere un consenso entre los no técnicos, basado en algunos elementos persuasivos. Por ejemplo, que los expertos proporcionen una descripción convincente del fenómeno económico, que dé sentido a las experiencias vitales; buscar una guía para enderezar problemas económicos, tras el estrepitoso fracaso de los que, de forma miope, han abjurado de toda intervención política en la economía; o la convicción de que el laissez faire también es una decisión política. La tendencia de algunos economistas a oponerse a cualquier clase de intervención del Estado puede no ser más que la excusa para no admitir que, sencillamente, no saben qué hacer.
Hay una demoledora crisis en la ciencia económica como consecuencia de la ausencia de una visión de conjunto de los conceptos
políticos y sociales de los que, en última instancia, depende la economía. Escribe Krugman, uno de los economistas de moda: "Supongamos que compraran ustedes un ejemplar del manuel más vendido de economía internacional. ¿Qué diría sobre la manera de afrontar una pérdida semejante de confianza de los inversores internacionales? En realidad, poca cosa. Créanme: soy coautor de ese manual". Evitar la arrogancia en los dictámenes, las políticas de talla única sean cuales sean las coyunturas de los lugares en donde se aplican. Por eso son tan satisfactorios los debates entre economistas que de vez en cuando emergen. El que hace cuatro años enfrentó a Krugman y Lester Thurow, ambos del Instituto Tecnológico de Massachusetts, sobre las causas de la manifiesta y persistente diferencia de salarios en Estados Unidos después de seis años (entonces; hoy, diez) de crecimiento estable, fue modélico. Krugman entendía que las distancias salariales se debían a la revolución tecnológica que requiere muchos trabajadores bien pagados y universitarios y pocos de los que están menos cualificados; por el contrario, Thurow afirmaba que la culpable era la cambiante conomía global, con sus cientos de miles de trabajadores mal pagados que envían lo que producen a Estados Unidos y hacen que baje el salario del trabajador norteamericano medio. Políticos, historiadores, sociólogos y otros economistas se lanzaron a una polémica estimulante. Lo que trescientos economistas estadounidenses, incluidos nueve premos Nobel, han hecho interviniendo en la campaña electoral de la presidencia de Estados Unidos en contra de la radical bajada de impuestos de Bush, es otro ejemplo oportuno.
Lo peor es el silencio impuesto que han denunciado los estudiantes de ciencias económicas franceses. La unanimidad en las respuestas. El compromiso moral y político del intelectual consiste en plantear preguntas y responderlas, no en afirmar respuestas preconcebidas. Superar el dogmatismo y la ideología militante que tanto daño han hecho a los propios valores que los militantes querían defender.
La peor de las cegueras es la ceguera voluntaria.
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