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Caminos de México

Me toca asistir a un coloquio cervantino, en la ciudad de Guanajuato, y a la Feria del Libro de Guadalajara, en las vísperas de la transmisión del mando presidencial en México. Son días agitados, intensos, de especulaciones, discusiones apasionadas, acusaciones agrias, balances contradictorios. Como todos saben, no se trata de un cambio de mando como cualquier otro: terminan los 71 años del PRI, los del partido único y la sucesión presidencial asegurada, con todo lo que aquello significaba de estatismo, de clientelismo, de inevitable corrupción, y comienza un periodo nuevo que provoca grandes ilusiones en los más variados sectores, pero que va acompañado también de un enorme signo de interrogación, un signo que es todo un símbolo y una impresión generalizada.Yo miro la ciudad de Guanajuato, que parece un aguafuerte del siglo XVII, una página del Buscón, pero todo alterado por el ingrediente indígena, por los colores intensos de un mercado del interior de México. Viajo después por tierra a Guadalajara, pasando frente a las torres barrocas de Morelia, deteniéndome un par de horas en Patzcuaro, admirando la pureza geométrica de la urbanización de la España de los Austrias -calles empedradas, diseñadas a cordel, casas de base rojiza y paredes blancas, pesados faroles de hierro forjado-, y me pregunto qué se habrá hecho y qué se habrá dejado de hacer en los setenta y tantos años del PRI. La discusión es intensa, permanente, y uno tiene la impresión de que la pasión política impedirá por ahora alcanzar un juicio equilibrado. Hay rabias calladas, lenguajes dobles, notorios eufemismos. Lo que sucede, me dicen, es que el eufemismo ha sido siempre la forma de hablar de los mexicanos. Cuando se quiere decir "no" se dice "quizás", "más bien". Cuando alguien hace una afirmación demasiado tajante se le contesta con un "no me diga..." tomador de pelo. "A poco" es una muletilla de significado más bien oscuro. Y uno se queda con la sensación de que todo, incluso la comida, está envuelto en otras cosas, y de que necesitamos tiempo y una larga paciencia para entender las claves esenciales.

Recorrer el centro del país por tierra, dándose un poco de tiempo, ya entrega algunas respuestas. Hay un México antiguo, olvidado, no incorporado al circuito de la economía moderna: un México de Juan Rulfo, de los grabados de Guadalupe Posada, de Jorge Negrete y las viejas películas de Hollywood, donde todavía se anda en burro, donde se ven niños raquíticos, campesinos sombríos, camiones y lanchas destartaladas. Y hay, al lado, en un contraste evidente, un país del siglo XXI, con carreteras mejores que las de casi todo el resto de América Latina, con brillante arquitectura, con una notoria afición a las tecnologías avanzadas.

En estas regiones del oxímoron, de la contradicción elevada a la categoría de horizonte mental, el PRI, el partido de la revolución institucionalizada, terminó con los caudillismos y los separatismos de los primeros años revolucionarios y consiguió la estabilidad y la unidad del país. A partir de ahí construyó bases bastante sólidas para permitir un desarrollo económico moderno e insertó al país con fuerza, con una personalidad propia, en la comunidad internacional. No es poco, desde luego. Pero el monopolio del poder provocó efectos que también saltan a la vista. El PRI se olvidó de su verdadera tradición revolucionaria, de los objetivos sociales que lo justificaban. Dejó a un lado todo vestigio de socialismo o de socialdemocracia y puso gran énfasis, en cambio, en el sentido de autoridad y de orden. Las posiciones de izquierda en la política internacional, sobre todo en el sistema de las Naciones Unidas, sirvieron para maquillar políticas internas cada día más conservadoras. En este contexto de buena conciencia política hacia el exterior y de fuerte control autoritario, la corrupción fue la consecuencia lógica. Se llegó al abierto atropello de los derechos humanos e incluso al crimen con el pretexto de que la revolución sacrosanta no fuera traicionada: un pretexto que conocimos demasiado a lo largo de todo el siglo XX y que debería empezar a desmoronarse ahora. Y la corrupción a todos los niveles se transformó en costumbre, en parte de la vida cotidiana.

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En el ambiente de los escritores y de las instituciones de la cultura, mucho más poderosas en México que en todo el resto de América Latina, la actitud frente al nuevo régimen está, para decir lo menos, muy dividida, y en muchos casos es abiertamente pesimista. Un poeta conocido, mayor, me confiesa que ha podido vivir y trabajar tranquilo gracias al PRI, a los subsidios del Estado, a las ediciones del Fondo de Cultura Económica. Vicente Fox acaba de colocar al frente del Consejo Nacional de Cultura a una entrevistadora de televisión amiga suya. "He leído que siguió cursos de civilización francesa en París", objeto, y mi amigo el poeta se ríe, pero con gesto de molestia. Ya sabemos en qué consisten aquellos cursillos y aquellos diplomas. Él siente que su porvenir, después de este final de época, será negro. Teme que ya no pueda tener una vejez digna y libre de estrecheces.

Hay que escuchar las opiniones de los poetas, desde luego, pero tampoco hay que seguirlas al pie de la letra. Según mis prosaicas y parciales primeras observaciones, Vicente Fox, quien está muy lejos de contar con el equipo de gobierno con que ha contado hasta ahora el PRI, tuvo que recurrir a sectores bastante diversos para formar su gabinete y sus mandos principales. Parece que ha conseguido reunir a un conjunto de gente competente, moderna, capaz de oponerse a la corrupción en forma decidida. Más que un gobierno del PAN y de la derecha, contará con un equipo de centro-izquierda y que tratará de gobernar al estilo de las socialdemocracias europeas. No fue accidental el hecho de que Vicente Fox declarara en Chile, hace pocas semanas, que intentaría seguir la "tercera vía" de Tony Blair y de muchos de sus socios de la Internacional Socialista. Tampoco es casual que la asistencia del presidente Ricardo Lagos a los actos de la transmisión del mando se prolongue en una visita de Estado, la primera de Lagos a México y la primera de esta nueva etapa. Para algunos comentaristas, Fox se ha separado de la derecha en forma evidente y flagrante. Ya existirían sectores decepcionados, francamente irritados, en busca de alianzas con el PRI o con el mismo diablo. Los empresarios, en cambio, oscilarían entre un moderado optimismo y una actitud de espera cautelosa. Resulta claro, a todo esto, que los nombramientos en el sector de la economía han sido relativamente bien recibidos en el mundo empresarial y en la mayoría de los medios de comunicación.

Algunos amigos me señalan que Fox, hombre de temperamento mercurial, siempre dice lo que conviene decir según el lugar y las circunstancias. Hablará de la "tercera vía" en Chile, con una mirada puesta en Europa, y de la primera o la segunda cada vez que convenga. Debería dejar que su gente gobierne y dedicarse a pasear, dicen sus críticos, entre los cuales noto a dos especies: la de los desengañados y la de los vencidos en las elecciones del 2 de julio. La verdad, sin embargo, es que en las presentaciones sucesivas de su gabinete, largamente transmitidas por la televisión, se observa a una persona que maneja bien todos los hilos y que se impone con algo que podríamos llamar amabilidad, pero con notoria autoridad, sobre cada uno de sus colaboradores. Se terminó para siempre la época del partido único, pensamos, pero no parece que se hubiera terminado la del señor presidente.

A todo esto, a dos días de asumir el mando, Fox declara que no se podrá cumplir con todas las expectativas en un periodo presidencial de sólo seis años. Se cumplirá con una parte, añade, pero México deberá esperar un cuarto de siglo para transformarse en una nación moderna, desarrollada, más integrada y provista de una democracia sólida. En otras palabras, para borrar la separación y la contradicción, tan visibles en el México del interior, y para que los caminos y los tiempos confluyan. No queda más alternativa, al menos para nosotros, que esperar y observar. Por momentos, el debate de estos días parece anunciar una oposición de cuchillos desenvainados. Uno se pregunta si permitirán que Vicente Fox gobierne. Las rechiflas contra el presidente saliente, Ernesto Zedillo, en un acto del PRI, no fueron una crítica de su Gobierno, que podía ser criticado por muchos motivos, sino de su negativa a manipular las elecciones e impedir el cambio de régimen. Los anuncios de boicot de las ceremonias de la transmisión del poder, anuncios ya desautorizados, representaron la misma tendencia. Uno se pregunta, como tantas otras veces, si la racionalidad política es posible en este mundo hispanoamericano. Los hechos nos obligan a recordar, en demasiadas ocasiones, que la Ilustración, el Siglo de las Luces, tuvieron entre nosotros una implantación excesivamente débil. Octavio Paz sostenía que el modernismo de Rubén Darío fue nuestro romanticismo. En cuanto a la vanguardia, estuvo representada por él, por Vicente Huidobro, por muchos otros. Pero ¿dónde estuvo la época de la razón? ¿Y qué pueden representar un romanticismo y una vanguardia sin el antecedente de la razón ilustrada? Esperemos, insisto, y observemos, ¡y crucemos los dedos!

Jorge Edwards es escritor chileno.

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