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Otras músicas

Sucedía en París a comienzos de los años ochenta. Los músicos franceses hacían públicas sus protestas en los medios de comunicación por el exceso de profesionales extranjeros contratados en las diversas bandas, grupos y orquestas que actuaban a diario en los locales de la capital. El sindicato que aglutinaba sus quejas cifraba en un ochenta por ciento el porcentaje de colegas foráneos que habían venido a quitarles sus puestos de trabajo y concluía su denuncia exigiendo a las autoridades que promulgaran algo así como una nueva ley de extranjería.Días después, una nueva investigación ponía las cosas en su sitio, más del cincuenta por ciento de los músicos denunciados por intrusos eran tan franceses como los denunciantes según sus pasaportes, franceses de las colonias, nativos de "Les jolies colonies de la France", título de una irónica canción de éxito en las listas francesas, creada e interpretada por un cantante franco-argelino.

Músicos antillanos, árabes, centroafricanos, franceses de otras razas, nacidos entre los flecos del Imperio colonial emigrados a la metrópoli para ganarse el pan en la vieja Madre Patria que seguía obrando con ellos como una madrastra exigente y dominante. Calculan estos días concienzudos eurofuncionarios cuantos millones de inmigrantes serán necesarios para cubrir plazas de comunitarios y suplir la desgana genética de los ciudadanos del primer mundo. Mientras, en Madrid, otros funcionarios a nivel doméstico calculan como cortar ese mismo flujo migratorio que viene del otro lado del Estrecho de Gibraltar.

A los contadores y recortadores de extranjerías les gustaría sustituir la inmigración por la importación, resucitar el viejo oficio del negrero ennoblecido por los nuevos usos comerciales. La enorme oferta ha de ser encauzada, pesada, contada y dividida por los importadores en su beneficio, sus intereses económicos priman sobre los derechos humanos de la mano de obra, tratada casi como materia prima, cosificada y numerada.

Hace tiempo que las calles de París, Ámsterdam o Londres son un hervidero de minorías étnicas, árabes y antillanos, sijs hirsutos y chinos de Hong Kong, moluqueños, rastas jamaicanos, senegaleses, hijos de la diáspora, vástagos de un orbe colonial que se les pudrió bajo los pies. En las calles de la capital de España, los recuerdos penosos de la última descolonización apenas turban el paisaje. Los saharauis, son para este gobierno un espejismo aparcado en los confines de un desierto, lejos de la península y demasiado cerca de nuestros conflictivos primos de Marruecos. Sobre Guinea Ecuatorial y su bochornosa dictadura militar hace tiempo que se tendió un piadoso velo de olvido para no afrontar de cara tanta ignominia, herencia, legado, regalo envenenado de la metrópoli.

Los músicos de Madrid nunca protestaron por la competencia foránea y multiétnica, ellos al menos están por el mestizaje y la interculturalidad, dispuestos a repartirse el escaso pastel de las actuaciones en directo, arrinconadas por las máquinas en las discotecas y perseguidas de oficio por celosos guardianes del municipio. Un percusionista africano, un bandoneonista argentino, un guitarrista cubano y un cantaor de Sevilla pueden entenderse sobre un escenario con la lengua franca de la música, sin intérpretes, ni fronteras. Pero no todo son músicas celestiales, en las calles el escenario cambia y en los medios de comunicación las noticias relacionadas con la inmigración hablan de naufragios y de papeles, de xenofobia y abusos, de marginación y delincuencia. Las buenas noticias no son noticia y además escasean. Pero mientras, día a día, sin titulares de periódico, cientos, miles de inmigrantes van ocupando calladamente puestos de trabajo vacantes en las más duras tareas del campo, en las obras eternas de las ciudades y en los servicios públicos y privados, puestos a los que no concurren suficientemente los nativos, plazas de inmigrante en esos cupos que calculan los eurócratas de Bruselas.

Si la prosperidad de un país se midiera por la extranjería de quienes desarrollan en él los trabajos más duros, sucios y peor remunerados, tendríamos que suscribir que España va bien, tan bien que estamos a punto de colgar el cartel de aforo completo para cortar la invasión de tanto inmigrante atraído por nuestra irresistible bonanza.

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