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El diálogo como arma

El asesinato de Ernest Lluch nos ha hecho ver a todos los ciudadanos españoles que en nuestro país se puede morir por decir lo que se piensa. La reacción inmediata, necesaria, es que todos pasemos a decir lo que pensamos, que contribuyamos a la reflexión de toda la sociedad sobre uno de sus más graves problemas. Las manifestaciones del pasado jueves -hablo en plural, porque se han producido varias que hay que añadir a la de Barcelona- han supuesto una rotunda y sentida llamada de nuestra sociedad a quienes democráticamente les ha encargado la gestión de sus problemas colectivos: volved al diálogo para combatir a este terrorismo que condenamos sin fisuras.El diálogo, por descontado, debe ser entre los demócratas, entre los que no matan. Hemos de estar dispuestos a hablar con todos los que han renunciado a la violencia y mantener la puerta abierta a los que decidan rechazarla en el futuro. No exigimos la condena de lo que han hecho en el pasado, pero sí la renuncia definitiva. No bastan suspensiones o treguas que se erigen en condicionantes inasumibles del diálogo.

El diálogo sólo puede ser entre demócratas, entre otras razones porque la democracia tiene poco que ofrecer a los terroristas: por definición no puede brindar soluciones que sean contrarias a la voluntad de los ciudadanos. Por citar un ejemplo, la incorporación de Navarra al País Vasco es imposible por la vía democrática, porque no puede llevarse a cabo con el voto de los navarros. Por eso matan los etarras, porque saben que el diálogo no puede resolver ésta y otras exigencias que mantienen a sabiendas que el pueblo no las comparte.

La democracia, en cambio, tiene mucho que ofrecer a los demócratas: desde fórmulas de convivencia, a la tutela de la diversidad o al federalismo entendido no sólo como una técnica para resolver problemas funcionales, sino como criterio de organización democrática que otorga toda la importancia al pacto, al pluralismo social y al equilibrio de poderes.

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Para que este diálogo entre los demócratas nos acerque a la paz, hemos de corregir dos errores que están marcando la actual situación de bloqueo político. El primero consiste en olvidar -o esconder- que estamos ante un conflicto vasco, es decir, entre vascos. Ardanza lo expresó con claridad en su propuesta de 1998 desgraciadamente devaluada por Arzalluz y su propio partido: "El problema es, ante todo, un problema vasco". Y cuando, después de la manifestación del pasado día 23, José María Aznar declara que no participará en ningún diálogo que quiera quebrar el marco constitucional comete, entre otras equivocaciones, la de enfocar este tema como un conflicto entre España y el País Vasco. Esto es lo que desea ETA: que el conflicto sea entre "su" País Vasco y España. Ésta es la razón por la que sus asesinatos se han cebado sobre todo en miembros del Partido Popular o del Partido Socialista, la razón por la que matan en Granada, Sevilla, Madrid o Barcelona. Supongo que deben tener muchas ganas de castigar a miembros moderados del PNV, pero es muy improbable que lo hagan: el asesinato de un nacionalista vasco sería un claro reconocimiento de que estamos ante un conflicto vasco.

El segundo error radica en creer que la situación vasca es gobernable con cualquier fórmula de acuerdo entre partidos que otorgue una mayoría aritmética en el Parlamento. Y este error se comete tanto cuando se busca por parte del PNV el apoyo de HB como cuando desde el PP se sueña en Mayor Oreja como lehendakari con el apoyo de los socialistas. Ninguna fórmula política que divida al País Vasco entre nacionalistas y no nacionalistas puede abrir camino hacia la paz, porque hace el juego a los planteamientos de los terroristas. El Pacto de Lizarra ha sido, por ello, una gravísima equivocación, no sólo porque ha querido comprar -inútilmente- estabilidad de gobierno al precio de la alianza con los que amparan la violencia, sino también porque contribuye a la división de la sociedad vasca en dos mitades, división que es incompatible con el avance de la convivencia en su seno. Frente a esta realidad, el debate se ha centrado últimamente en torno a las declaraciones de Xabier Arzalluz. Pero que se hable del Rh negativo a estas alturas es un despropósito que probablemente puede enmendarse dejando de repetirlo. El Pacto de Lizarra, sin embargo, es un error trascendental que no se corrige más que reconociéndolo y dando el viraje hacia el pacto entre demócratas.

Existen pocas situaciones políticas en Europa que reclamen un gobierno de unidad democrática con mayor intensidad que en el País Vasco, donde se produce un desafío tan claro de las libertades y de los derechos de los ciudadanos. Y estoy convencido de que es eso lo que de forma intuitiva y clamorosa reclamaban los ciudadanos en la manifestación de homenaje a Ernest Lluch.

Porque es hora de que los gestos, las actuaciones, acompañen a las palabras. Y puesto que he iniciado este artículo proponiendo que todos digamos lo que pensamos, quiero proponer dos gestos que intentan traducir y concretar la llamada al diálogo que ocupó el paseo de Gracia el pasado jueves. Conciernen al Partido Nacionalista Vasco y al Partido Popular, dado que las mayores dificultades de acuerdo entre los demócratas se encuentran en el diálogo entre ellos por la escalada de enfrentamiento mutuo en que se han situado en función de sus estrategias electorales.

El primer gesto sería la renuncia del PP a presentar a Jaime Mayor Oreja a candidato a lehendakari en las próximas elecciones vascas. Hoy por hoy, no es sensato pensar que puede contribuir a la paz pasar del cargo de ministro del Interior de España al de presidente de todos los vascos.

El segundo gesto corresponde al Gobierno vasco y al PNV: se trata de que Ibarretxe proponga la constitución de un gobierno de unidad democrática, integrado por nacionalistas, socialistas y populares, que gestione la situación actual y replantee la lucha contra el terrorismo hasta tanto no se convoquen elecciones en un plazo que formaría parte del acuerdo sobre la formación de este gobierno.

Sé que estas dos actuaciones suponen un giro drástico, violento a la política seguida por estas dos formaciones. Pero creo también que este cambio es necesario si se quiere atender a la llamada ciudadana por el diálogo, en la que está profundamente enraizado el sentimiento de que, tal como vamos, no se puede seguir y de que sin un acordado golpe de timón sólo podemos ir a peor.

Narcís Serra es diputado socialista.

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