Trotsky en Euskadi
A los asesinos de Ernest Lluch les habría sido de más provecho aprender algo de él en la sobremesa de un café donostiarra
Si alguien nos hubiera dicho entonces que el profesor y amigo Ernest Lluch habría de morir a manos de los mentecatos de ETA en el 25 aniversario de la muerte de Franco habríamos pensado que no entendíamos gran cosa de lo que pasaba en el mundo, y eso es lo que ocurre cuando el horror disfrazado de ideales políticos ensancha la brecha entre el acontecimiento y la capacidad de comprensión. En nombre de qué propósitos que no sean estrictamente criminales se puede asesinar a una persona dotada de ese número de virtudes que la convierten en envidiable es algo tan misterioso que sólo los adictos a la barbarie indiscriminada de las dictaduras lo podrían explicar con alguna suficiencia tabernaria. Y aún así queda la escalofriante incertidumbre acerca de si los capataces de los asesinos de a pie se proponen perpetuar su farruca mediocridad a la manera en que el general Franco conservó sus fatigadas aunque salvajes bravuconerías hasta las puertas de la camilla misma de su muerte.Conviene matizar aquí algunas cosas, por lo que pueda pasar, y ya que, a la vista de lo visto, son muchas las cosas terribles que todavía pueden suceder. Nunca pude comprender las simpatías que despertaba, y despierta todavía, la figura de Trotsky en los militantes de buena parte de la izquierda antifranquista. Es posible que, contagiados sin saberlo de la estrategia policial de la dictadura nuestra, muchos dieran en distinguir al bueno del malo en ese juego atroz de parejas indisolubles entregadas a una misma función, de manera que Lenin sería el malo de la historia bolchevique mientras que a Trotsky le cuadraría el papel del bueno en aquel recorrido atroz de traiciones sucesivas. Lo digo porque la dañina entelequia de la revolución permanente cuadra más a las atrocidades de ETA y sus corifeos que cualquier apelación al leninismo, con todo lo que eso implica en la cabecita rumiante de multitud de jóvenes profetas más o menos armados y persuadidos de mantener viva la llama de una rebelión perpetua que se fusionaría con la creencia en la eficacia del foquismo guevarista teorizado en su día por Régis Debray. A este respecto, todavía llama la atención que Trotsky, en el volumen que escribió sobre su vida, incluya un relato de su primer exilio en Londres, cuando acompañado de Lenin recorre la brumosa ciudad y asiente a las descripciones de su maestro en términos de "ahí su Westminster, ahí su Torre de Londres, aquí su Parlamento", donde el uso artero de esa forma de adjetivo posesivo insiste una y otra vez en la distancia -jamás mantenida por Marx en sus textos mayores- que la ortodoxia de entonces mandaba observar sobre los emblemas de muy diverso carácter conservados e integrados en la cultura democrática. Una cultura nada ejemplar, quizás escasamente suficiente, pero sin duda irremplazable.
Resulta difícil determinar qué cualidades de Ernest Lluch le han llevado a convertirse en víctima de las desventuras de los alevines etarras, pero no se puede desdeñar que para esa explicación de postrimerías el profesor constituyera algo así como el perfecto resumen de todo cuanto odian. Porque, llegados a este punto, hay que distinguir entre los objetivos soñados, a los que es difícil llegar, y los sustitutivos. Ernest era el objetivo perfecto por sustitución. Universitario de prestigio, apasionado por la docencia, ministro con los socialistas (¿acaso obró contra el pueblo vasco decretando la universalidad en la asistencia sanitaria?), culto, educado, dialogante, preocupado por entender los problemas antes de aventurar una solución que nunca ignoraría la de los adversarios, ¿qué podía convertirlo en enemigo a liquidar? La creencia agraria de que se trataba de un burgués urbano que vivía de manera más o menos satisfactoria en medio de una afrenta global que los libertadores a lo Rambo no pueden soportar. Hay otros factores, sin duda. Pero lo que distingue la elección de Ernest Lluch como víctima es que resume para los que ordenan su asesinato todo aquello que no pueden tolerar porque consideran que las condiciones globales para ese tipo de disfrute todavía no están dadas para el conjunto de la sociedad. La paranoia paraclasista de ETA y sus mentores tiene en su haber numerosas atrocidades, pero me parece que es la primera vez que asesinan a una persona llevados también de la más profunda de sus carencias ideológicas, a saber, la que sostiene que nadie tendría derecho a vivir una vida plena en el contexto de una democracia que los asesinos y sus comadres consideran irrelevante. Al matar a Ernest Lluch quieren advertir también de que nadie tiene derecho a llevar con decoro una vida estimulante. Y más repugnancia que la que suscitan los asesinos despiertan los delatores que pasaron la información pertinente. Eso, como en los tiempos de Franco y sus innumerables soplones, sí que produce ese temible estupor donde se mezclan el temor mortal y el asco ético.
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