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La batalla por la sociedad ANDRÉS ORTEGA

Andrés Ortega

El liberalismo vuelve a asomar, esta vez desde la izquierda y el pensamiento progresista, y apelando no a debilitar al Estado, sino a reforzar la sociedad. Decía Baroja que la verdadera izquierda eran los liberales y los anarquistas, quizás por la sensibilidad hacia el poder. El caso es que, salvo en Estados Unidos, la izquierda se dejó arrebatar o abandonó la bandera liberal, que cada vez se fue convirtiendo más en un credo puramente económico que entronizó al mercado, y olvidó que el liberalismo, como lo definía a principios de siglo uno de sus defensores, era "aquel pensamiento político que antepone la realización del ideal moral a cuanto exija la utilidad de una porción humana, sea ésta una casta, una clase o una nación". Valores, pues, por encima de fines o utilidades.Recientemente, el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó que "el socialismo que empezamos a construir hoy será profunda y auténticamente liberal, o si prefieren libertario, y radicalmente promotor de la igualdad del individuo". La mención al liberalismo en boca del dirigente socialista no debe sorprender tanto, pues entronca con una tradición presente en el socialismo español, desde el famoso dicho de Indalecio Prieto -"soy socialista a fuer de liberal"-, pasando por María Zambrano o el socialismo del joven Ortega. Éste, más adelante, en su Idea de los castillos, consideraría que democracia y liberalismo, a los que cabría añadir socialismo, son respuestas a preguntas distintas: ¿quién debe ejercer el poder político? ¿Cuáles son los límites de éste?, y, lo que faltaba, ¿para qué? En esta línea se situaría también el sentido modernizador y de valores, de la impronta de un político como Felipe González, bajo cuyo mandato se desarrolló plenamente en España el Estado del bienestar, pero menos intervencionista que muchos supuestos liberales.

No se trata ya de reconciliar mercado y Estado en el socialismo liberal, ni siquiera de que el Estado deba regular el mercado para evitar el caos y tenga que rectificar las injusticias que éste crea. Pues estos principios, en su simplicidad, hay que darlos por supuestos, como el del objetivo de la buena administración de lo público. Todo esto va de soi; es algo asumido. Conviene recordar, además, que los semáforos están para regular el tráfico, y los frenos en los automóviles, como dijera Schumpeter, para poder ir más deprisa.

Aunque aún falte trasladarlo a la nueva escena global, y traducirlo en políticas, el debate ha avanzado, con esas dos caras de una misma moneda que son la globalización y el fin de la guerra fría. Frente a algunos que, como Robert Nozik (el autor de Anarquía, Estado y utopía), proclamaban en los setenta una lectura del anarquismo desde la derecha para minimizar el Estado, ahora no se habla de reforzar el Estado, pero sí las agrupaciones de Estados y, a la vez, las sociedades.

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Poder político y poder social no constituyen un juego, por el poder público, de suma cero en el que lo que gana uno lo pierde otro. Aunque parezcan contradictorios, en realidad son movimientos que han de ir de la mano en el mundo actual. Ambos pueden ganar, preservando incluso una amplia esfera privada, necesaria y cada vez más deseada por la gente, siempre que no sirva para congelar desigualdades de géneros o sexos. El objetivo de todo este movimiento liberal-libertario es poner al ciudadano, la sociedad -hoy principal fuente de creatividad y de modernización-, en el centro. Es el ciudadano el que tiene estas dos dimensiones, política y social, además de la privada y personal, siempre que se impulse un concepto de ciudadanía activa que aúne derechos y responsabilidades, pues ya no puede el discurso público limitarse a lo primero sin lo segundo, como reflejan algunas reformas de las pensiones o de los sistemas de protección al desempleo en curso en Europa.

Esta nueva forma de enfocar la ciudadanía puede servir para recuperar poder público perdido a favor de los mercados y esos gigantes sin control que son las multinacionales. Éstas empiezan a representar una nueva forma de feudalismo por el cual las personas entran a formar parte de ellas en todos los aspectos de su vida, a veces incluso para su seguridad.

Ahora bien, como escribiera recientemente el filósofo alemán Jürgen Habermas, "la idea de una política que recupere su primacía sobre los mercados ni siquiera ha llegado a plasmarse como proyecto (...)". Pues tal política debe ser supernacional -supranacional, transnacional e internacional-, y aquí es donde se aprecian aún las carencias de este nuevo pensamiento político, llámese como se llame. Para este nuevo desafío hay que estar inventando ya no sólo la nueva sociedad, sino una nueva política que sólo se atisba.

El estadounidense Benjamin Barber llama a esta nueva política la "batalla por el corazón de la sociedad civil", para construir "un lugar para todos". Este corazón no es el mercado, ni el Gobierno, sino que puede girar en torno a ese llamado tercer sector, ni público ni privado, ni gubernamental ni comercial, más desarrollado (aunque en retroceso) en Estados Unidos que en una Europa que, con alguna excepción, no ha sabido darle todo su dinamismo. Es el mundo de las ONG, de las fundaciones (¡cómo faltan en España, limitadas por una legislación disuasoria, y qué déficit de filantropía hay en nuestro capitalismo!), de la defensa de los ciudadanos, del voluntariado, de los centros independientes de reflexión, etcétera. Pero también lo que sale desde la más pura sociedad, incluso desde algunas empresas. Ésas son las vías de lo que se puede llamar nuevo liberalismo, que no neoliberalismo, pues se sitúa frente a éste, que ha degenerado en un puro economicismo. Éste, por ejemplo, confunde privatizaciones y descentralización, pues, aunque pueda parecer paradójico, algunas privatizaciones, por mal hechas, está creando nuevas centralizaciones, esta vez en empresas privadas cuya dimensión, de la mano de las fusiones, produce esos monstruos antes mencionados para los que lo pequeño es feo.

El nuevo enfoque bebe en Tocqueville, un conservador con sentido de lo social, que, más que en la separación de poderes de Montesquieu, pensaba en la dispersión del poder. Y se nutre en muy diversos autores contemporáneos, como, entre otros, Anthony Giddens, el padre espiritual de la tercera vía (nombre que importa poco una vez se saca del contexto británico en el que nació), o, recientemente, Larry Siedentop, en su intento de emular al francés que mejor entendió a Estados Unidos, respecto a la democracia en Europa. O lo que puede plantear, desde otro ángulo, Juan Luis Cebrián, al reclamar politizar la sociedad digital para que un cierto tipo de nuevo poder político haga que el control de la sociedad digital no quede únicamente en manos de las empresas, provocando nuevas desigualdades.

Las reflexiones sobre el modelo de esta nueva política se enriquecen del análisis del fenómeno de Internet, que nació de un empuje gubernamental, para socializarse, y luego pasar en buena parte al dominio de las empresas. Ahora bien, si Internet fomenta algunas concentraciones empresariales, a la vez favorece el surgimiento de organizaciones de ciudadanos para controlarlas y hacerlas más transparentes. Significativamente, en el mundo de Internet se habla más de usuarios que clientes o consumidores, en lo que puede marcar una transferencia de poder y responsabilidades en favor de los ciudadanos. La napsterización de la economía, que pone de relieve Jeremy Rifkind, puede indicar un camino en el que una empresa sirve para que se conecten entre sí diversos usuarios e intercambien datos, ya sea música u otros contenidos. Pero hay otro modelo, que es el de Freenet, en el que los internautas y sus PC se interconectan ya sin pasar por una empresa central. Es la red más pura.

Hablar de usuarios sirve también para poner de relieve que una gran equivocación del llamado neoliberalismo ha sido confundir a ciudadanos con consumidores, y ha tratado a los primeros como si fuesen sólo los segundos. Ese mal liberalismo ha sucumbido al consumismo de las cosas, opuesto al ciudadano activo. Una nueva sociedad más participativa puede cambiar esta situación e incluso llevar a un cambio del tipo de consumo que se realice.

Pero quizás, si el liberalismo social reposa sobre unos valores entre los que figura la tolerancia, el reto, en nuestras sociedades, y en particular la española, va a venir de la mano de la inmigración y cómo se la acoge. Los ciudadanos del mundo, los cosmopolitas por los que abogan Giddens y Held, deben tener en común ese afán por "aprender a razonar desde el punto de vista de los otros", aunque sin perder en el intento su propia perspectiva ni hacérsela perder al inmigrante.

Luego queda la cuestión de la igualdad, entendida cada vez más como una igualdad de oportunidades al principio, y ayuda y redistribución al que no puede al final, pero entremedias, con ese llamamiento a los emprendedores y a la responsabilidad personal, además de los derechos. Quizás todo esto no baste. La desigualdad ha crecido con la globalización. Incluso el crecimiento económico puede tener efectos perversos para algunos que se benefician de él. Así, por ejemplo, la reducción del paro en el Reino Unido, buena sin duda, ha llevado a que se reduzca el número de estudiantes universitarios de clase baja, pues prefieren, porque pueden, tomar un empleo a ampliar sus años de estudios, aunque a la larga mermen sus posibilidades. Esta sociedad es mucho más compleja. La nueva política también aumentará en complejidad. Política tendrá que haber para estructurar la respuesta, aunque no siempre a través de los partidos, sino de otras formas de participación.

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