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Tribuna:TRAS EL ASESINATO DE LLUCH
Tribuna
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Asombro y dolor

Reclama el autor que los políticos alcancen el mínimo consenso ante la violencia que ya existe en la sociedad.

Hace tantos años que ETA no ofrece nada al pueblo vasco que cada uno de sus asesinatos sólo puede acrecentar el asombro y el dolor. La muerte de Ernest Lluch no es más injusta que ninguna otra, pero al menos tiene el extraño valor de certificar, punto por punto, que el bando de los que apoyan a esa organización siniestra es sin duda el bando de los malos, sin posibilidad de matices, sin posibilidad de sutilezas discursivas.El pensamiento tiene la obligación de abrirse a las matizaciones, articular reflexiones complejas e interpretar la historia y el presente a la luz de la razón. Pero por encima perviven criterios morales absolutamente diáfanos, esa percepción de lo justo y de lo injusto donde no son permisibles las salvedades ni las circunstancias atenuantes.

Asesinando a Lluch ETA se lleva por delante a un intelectual, a un político de altura, a un profundo amante del pueblo vasco y, sobre todo, a un buen hombre; aunque no haga falta ser intelectual, ni político de altura, ni amante del pueblo vasco, ni siquiera buen hombre, para tener derecho a seguir vivo. Y sin embargo sí debe subrayarse que ETA también ha asesinado a una persona con la suficiente talla intelectual como para no dejarse influir por los planteamientos reduccionistas, una persona con la necesaria independencia intelectual.

ETA hace mucho tiempo que no puede decirnos nada, ni hacer nada por nosotros que no sea torturar nuestras conciencias. Lo cual no le impide moverse como un chulo de puerto cuya presencia es importante solamente porque desenfunda la navaja. No hay más que razones para el asombro y para el dolor, es cierto, pero ya tampoco hay duda acerca de dónde se trazan las fronteras. ETA prodiga los mártires, y los busca incluso dentro de esa extraña letanía donde ciertas mentes unidireccionales siembran con alegría sombras de sospecha. Siempre he considerado perversa esa prelación de tantas declaraciones públicas donde algunos decían "los que practican la violencia, y los que les apoyan, y los que les comprenden, y los que sin compartir sus métodos les alientan, y los que..." En esas letanías siempre era posible llegar a gentes como Ernest Lluch, a esas personas que "generan confusión" no tanto por negarse a los argumentos militantes como a los meramente militaristas. Sin duda ha llegado la hora de comprender que el adversario debe reducirse a los fascistas y sólo a los fascistas. Y que un muro insalvable separa la depravación moral de la decencia.

Es hora de que los políticos alcancen un mínimo consenso, precisamente ese mismo consenso que existe en la sociedad. Es hora de que el Gobierno español deje de jugar a "estar conmigo o estar contra mí". Es hora de que el nacionalismo democrático se niegue de una vez por todas a ofrecer a los fascistas un solo gesto de consideración. Es hora de abandonar la política con minúsculas y buscar un área irreductible de compromiso democrático. Y, sobre todo, es hora de abandonar cualquier atisbo de irresponsabilidad.

Los que matan merecen toda nuestra condena, pero también es hora de exigir la abstención a ciertos orates incendiarios, a personajes como el tronante presidente del PNV o el sibilino director de la Biblioteca Nacional, que no juegan a despertar conciencias sino a soliviantarlas. Es hora de una especial humildad por parte de todos y subrayar juntos cosas tan obvias como que matar por presuntas razones políticas es un absurdo, y que a esa realidad no la deben oscurecer ideologías ni proyectos partidistas.

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En otras ocasiones este pueblo ha dado una lección. La supo dar con el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Es momento de volver a darla. Y no precisamente a ETA, incapaz de recibir ninguna, incapaz de comprender los deseos de este pueblo. Es momento de dar una lección a una clase política incapaz de protegernos, incapaz de ofrecer a la ciudadanía un discurso claro sobre el que apoyarnos colectivamente. La sociedad lo necesita y los políticos democráticos tienen la obligación de generarlo.

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