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Gata, gata

A los madrileños nos llaman gatos. Los diccionarios recogen esta acepción añadiéndole "figuradamente", que es como una manera de imaginarse algo. Es un falso gentilicio, tan bonito como el animal en el que se inspira. La procedencia de esta figura es misteriosa como los ojos de un gato y esquiva como sus movimientos. He investigado, telefónicamente, el origen de su uso y ninguno de los amigos consultados, alguno de ellos madrileño de pro, ha podido darme una respuesta convencida. "Buena pregunta", me han dicho todos, y después se han esforzado en la pura especulación.A Juan, a Leopoldo y a Javier los pillé trabajando. Puede que por eso coincidieran en una interpretación inmediata, quizá la más socorrida, y apuntaran a que posiblemente el nombre provenga de la gran cantidad de gatos que siempre ha habido en Madrid. Pero entonces recuerdo que es Roma la que tradicionalmente se ha identificado como una ciudad llena de gatos. Y me acuerdo de El Cairo, que es la ciudad en la que más gatos vi, formando parte de su paisaje.

Pedro intenta rememorar una leyenda leída en algún libro y que resulta la más elaborada de nuestras hipótesis. Se remonta a las guerras napoleónicas y evoca la toma de una ciudad española por el ejército francés, que mantiene a la población cercada tras sus murallas. Nadie es capaz de traspasar ese cerco, hasta que desde Madrid es enviada una tropa que logra liberar a la población trepando, con pericia felina, los muros altísimos de la ciudadela. Desde entonces, dice, a los madrileños se les identifica con esa habilidad y se les llama gatos.

Aunque sin trama histórica, lo que me dijo Paco puede que tenga que ver con esa agilidad silenciosa. La "teoría actual de un recién robado", como él la definió, fabula con un origen menos generoso, que tendría que ver con la tendencia al hurto de los madrileños, diestros en irrumpir en las casas ajenas a través de las azoteas y los tejados (teoría que, sin embargo, parece desmentir la hipótesis lanzada por la policía, que sospecha que el robo en la casa de Paco indica maneras propias del Portugués o del Cuenca).

Nacho, por su parte, sugiere una interpretación arquitectónica que tiene también que ver con un laberinto de tejados, tan característico de nuestra ciudad y del que gustan tanto los gatos. Y después aventura la idea de que tenga que ver con el noctambulismo, propio a su vez de los gatos y del que gustan tanto los madrileños.

Anto cree que el gato es un símbolo cosmopolita y urbano, y por ello se identificaría con él desde antaño a los habitantes de la capital. Y comentando, como una cualidad envidiable (tan alejada de nacionalismos restrictivos), la supuesta y legendaria falta de identidad de los madrileños (que ni siquiera sabemos -y nos gusta así y eso nos identifica- por qué nos llamamos gatos), afirma con triste ironía: "Esto en Guetxo, por ejemplo, no pasaría".

El más romántico es Rafa. Sugiere que el madrileño, como el gato, es esencialmente un ser libre e individualista, caprichoso y limpio, defensivo y con memoria, libertario. Con esos buenos ojos nos ve Rafa. Me cuenta también que hay quienes defienden un origen que se apoya en antiguas leyendas judías, en la presencia en Madrid de esta comunidad, independiente, resistente y callada.

En fin, que los madrileños son gatos y no saben por qué, como los gatos son gatos sin saber su porqué. Indiferentes a la futilidad y a la contingencia, los gatos, como los madrileños, no se preocupan por distinguirse: los gatos son. Así que el colmo de la distinción felina sería ser gato y de Madrid. Como Fufú, que era gata madrileña, gata gata. La encontramos hace diez años, muy pequeñita, en un descampado cercano a la plaza del Marqués de Vadillo, flotando en un charco que le dejó raquitismo para siempre. Era como una eterna adolescente, tímida, introvertida y tierna. Hoy ya no está. Pero gracias a ella nos gusta más ser madrileñas, ser gatas. Si es que eso significa ser bonitas, ser buenas, un poco temerosas de los malos modales, ser coquetas, soñadoras y frágiles, ser curiosas y al tiempo ser discretas, saber ronronear. Y ser muy parlanchinas y gustarnos bailar. Porque a Fufú le encantaba charlar y era una gran bailarina: cuando Esther se sentaba al piano y empezaba a tocar, la gata gata se estiraba y se ponía a sus pies, encorvaba su lomillo de madrileña común y nos ofrecía un delicioso y perfecto ballet.

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