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LA OFENSIVA TERRORISTA

El gran transformador de la sanidad

Milagros Pérez Oliva

Lluch, el primer economista al frente del ministerio, sentó las bases de la universalización de la asistencia sanitaria

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Cuando Ernest Lluch llegó al Ministerio de Sanidad con el primer Gobierno socialista en 1982, el Insalud, la principal empresa de España y una de las mayores de Europa, con un billón de pesetas de presupuesto, no sabía siquiera cuántos trabajadores tenía en plantilla. Eso da idea de la situación de descontrol en que se encontraba uno de los tres pilares del Estado de Bienestar, la sanidad.Cuatro años después, al final de la legislatura, la estela de Lluch había dejado mucha luz y mucho ruido, pero sobre todo había plantado los grandes pilares normativos de la reforma sanitaria, entre ellos la Ley General de Sanidad, que extendió la cobertura asistencial pública a todos los españoles, una de las principales conquistas del socialismo. Esta ley, que es la gran herencia de Lluch, necesitó más de tres años para pergeñarse y es probablemente la reforma más perdurable de la gestión socialista al frente del Gobierno de España. Lo demuestra el hecho de que es una de las pocas leyes, si no la única, que 15 años después de haberse promulgado no ha sido modificada.

El reto que debía afrontar Lluch exigía coraje y él lo tenía. También era un político vehemente, por eso su paso por el Ministerio de Sanidad estuvo plagado de grandes proyectos, pero también de encendidas controversias, entre ellas la provocada por la tímida legalización del aborto. Al final de la legislatura, Lluch se fue satisfecho de la pisada que dejaba pero con un punto agridulce en el paladar: había sentado las bases de la modernización del sistema sanitario, pero él, que siempre se ha caracterizado por ser un gran innovador, casi no había podido reformar. No había tenido dinero.

La sanidad no había sido, como él pretendía, una prioridad para el primer Gobierno socialista. Al contrario. Fue una de las paganas de la estricta política de contención del déficit que aplicó el ministro Miguel Boyer desde Economía y si al comienzo del mandato España gastaba el 3,84% del PIB, cuando Lluch se fue había bajado al 3,43%, casi la mitad de lo que gastaban sus colegas europeos. De ello se lamentaba Lluch cuando terminó la legislatura, él, que era el primer economista al frente del ministerio después de una larga saga de médicos, el primer ministro que trató de introducir criterios de gestión empresarial en un sistema sanitario fuertemente estatalizado, y el primer responsable del Insalud que introdujo la figura del gerente en los hospitales.

Pero esta espina como gestor no empañó su obra como político transformador. Durante su mandato se aprobaron varias leyes fundamentales. La más decisiva, la Ley General de Sanidad, consolidaba un modelo de sistema sanitario público frente al modelo privatizador por el que batallaba con ahínco la derecha; integraba en una sola las diferentes redes sanitarias dispersas en varias administraciones; y extendía a toda la población la cobertura sanitaria pública que hasta entonces sólo amparaba a quienes cotizaban a la Seguridad Social, es decir, los empleados por cuenta ajena. Al final de la legislatura, la cobertura sanitaria pública alcanzaba al 94% de los españoles e incluía a los parados, los jóvenes hasta 26 años y los autónomos.

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La más polémica fue, sin duda, la ley de despenalización parcial del aborto, considerada insuficiente por los grupos de mujeres, pero que suscitó las iras de la llamada caverna franquista, entonces aún muy activa. También apuntó las bases de la reforma hospitalaria y la de la asistencia primaria, con la adscripción de especialistas a los hospitales y la creación de unidades básicas de salud. Y abordó el lacerante problema de la droga, que tanta muerte y tanto sida trajo a España, con la creación de un plan nacional específico.

Los consumidores no existían hasta entonces como sujetos de derecho. Cuando Lluch llegó al ministerio, España aún estaba convulsionada por la masiva intoxicación del aceite de colza. La aprobación, durante su mandato, de la Ley de Defensa de los Consumidores y Usuarios y el Código Alimentario introdujo medidas ahora consideradas tan básicas como la obligación de que todos los productos lleven una etiqueta en la que conste composición y caducidad, o un sistema de sanciones para quienes atentan contra la seguridad alimentaria.

Soliviantó a amplios sectores médicos con una ley de incompatibilidades que tocaba muchos intereses creados y lanzó los llamados Prosereme, unos programas de revisión de los medicamentos que le valieron una gran inquina entre los productores farmacéuticos. Se trataba de purgar una de las farmacopeas más voluminosas de Europa que contenía una gran cantidad de medicamentos perfectamente prescindibles. En ese momento, varios de los fármacos más recetados por la Seguridad Social no tenían eficacia terapéutica demostrada. Esta batalla le desgastó tanto que no pudo ya plantear, como quería, la Ley del Medicamento.

Fue, pues, un ministro muy fructífero y también muy polémico, que mantuvo una dura batalla política en la que algunos de sus colaboradores quedaron abrasados. Pero la bonhomía de su carácter convertía, en el plano personal, los más radicales enfrentamientos en meros ejercicios de esgrima dialéctica. Él siempre sonreía. Por eso ayer, todos los sectores de la sanidad sin excepción condenaron su asesinato y los trabajadores del ministerio guardaron un minuto de silencio en su memoria.

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