Cercada por el aire
Hasta hace pocos años, Sevilla era una ciudad bastante bien comunicada por aire. Recuerdo vuelos sosegados y amables a otras tantas, amables y sosegadas ciudades, como Santander, Santiago, Oviedo, Alicante... La modernidad no era demasiado cruel con los ciudadanos que habían de transitar de un lado a otro del mapa de España (¿se dice así?), sin quemar demasiada angustia. Uno cogía su avión y en un tiempo razonable se ponía en el otro punto, saludaba a los colegas un poco antes de la reunión, o de la conferencia; paseaba por los alrededores del hotel; se hacía con un periódico local, a ver cómo iba la vida por allí; sentía por un rato las palpitaciones del talento minucioso de Gabriel Miró, las elegantes contradicciones de Azorín, la iracundia de Valle, la rebelde sabiduría de Leopoldo Alas.Todo eso pasó a mejor vida. El infeliz viajero que hoy tiene que ir desde Sevilla a cualquiera de esos sitios estará sometido a las más refinadas crueldades de la postmodernidad. Le será obligatorio pasar por el laberinto de Barajas (algunos, con razón, dicen Carajas) y, muy apuradamente, enlazar con un segundo avión. Pero nada raro será que pierda el enlace y tenga que tomar el vuelo siguiente, un par de horas más tarde, o tres. Si es la del almuerzo, aún habrá tenido suerte, porque la compañía le invitará a comer, es un decir. Mas no con eso habrán acabado sus cuitas, a duras penas calmadas con un deambular por inacabables vestíbulos, comprar alguna fruslería. Le queda lo peor, sin embargo. Cuando por fin acceda al segundo avión, le restan entre 20 y 40 minutos de hacer cola en la pista de despegue. Por la ventanilla contemplará, perplejo, una interminable serie de aeronaves, una detrás de otra, avanzando a paso de monstruosas tortugas, los motores rugiendo de furia contenida, contaminando, inútiles.
Eso es, con diferencia, lo peor. El tiempo muerto. Los 41 minutos -por el reloj- con los cinturones abrochados, la claustrofobia creciente, la prensa que ya te aburre, la niña de cuatro años que amenaza con descargar su vejiga allí mismo. Y el papá que debate con el sobrecargo la conveniencia de permitirles desabrocharse para ir a los lavabos. "Señor, es que vamos a despegar de un momento a otro. No está permitido". "Pues se lo hará aquí mismo". "Bueno, vayan, vayan".
En uno de los periódicos, el viajero se informa: la economía madrileña es la que más ha crecido en los últimos cinco años. No tiene nada de particular. Si todos los españoles (¿se dice así?) estamos obligados a pasar por la capital del reino, queramos o no, multipliquen: servicios de restaurante, de combustibles, de tiendas... Economía de escala, se llama. Nervios de acero hacen falta para no estallar, para no acabar dándole la razón a Muñoz Molina cuando pronosticaba, hace años, que el Estado de las Autonomías iba a ser "la chapuza nacional".
De vuelta a Sevilla, capital de Andalucía, el viajero contemplará su nuevo y reluciente aeropuerto semi vacío. Tres o cuatro aviones chárter, cargados de dóciles turistas. Algo es algo.
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