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El Rey y la España plural

Dos características fundamentales de nuestro texto constitucional son, por un lado, la definición de la monarquía parlamentaria como forma política del Estado y, de otra parte, el reconocimiento y garantía del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España. Con la forma de la monarquía parlamentaria, España asociaba la institución de la Corona a un régimen parlamentario de libertades democráticas, en el que la soberanía reside en el pueblo del cual emanan todos los poderes del Estado.Con el reconocimiento del derecho a la autonomía, España se reconocía como un Estado plural, constituido por realidades históricas diferenciadas, con personalidad y características distintas, integradas todas ellas en la unidad del Estado que la Constitución consagra.

Transcurridos más de 20 años desde la aprobación de la Constitución Española y la proclamación de don Juan Carlos I como Rey de España, es un buen momento para reflexionar sobre en qué medida la España plural definida por la Constitución encuentra en la monarquía una forma de Estado más capaz de acoger y comprender lo que esta pluralidad representa, desde el punto de vista de la descentralización del poder político del Estado. Ésta no es una cuestión pacífica y la coyuntura actual no ayuda ni facilita su discusión. El apasionamiento de los problemas que nos agobian, derivados del terrorismo, se sobreponen a la discusión serena de este problema.

España, como Estado, tiene su origen precisamente en la unidad dinástica que asocia a un proyecto común territorios, reinos y naciones que habían consolidado instituciones propias de autogobierno, que debían encajarse y coordinarse con las globales del Estado resultantes de la unión dinástica. Por ello, puede afirmarse que, históricamente, la monarquía aparece en España vinculada a su propia realidad plural y no es necesario recordar hasta qué punto los Reyes de España recogen entre sus títulos, todos cuantos les legitiman en cada una de las porciones del Estado integradas en el proyecto común. Títulos que, en muchas ocasiones, tienen su contraprestación en la obligación de acatar y jurar, por parte de los titulares de la Corona, los fueros y derechos específicos de cualquiera de aquellas partes del territorio que por la vía de la unidad dinástica confluyen en la construcción de España.

En este sentido, podría establecerse una relación fluida entre el hecho monárquico y la realidad plural de España. No obstante, esta relación no ha sido ni fácil ni comprensiva a lo largo de muchos años de nuestra historia, durante los que la monarquía se asoció precisamente al objetivo de homogeneizar lo que era diferente e, incluso, a la derogación de fueros e instituciones propias de las diferentes partes integrantes de la realidad del Estado.

Por ello, tiene especial singularidad que en la Constitución de 1978 al introducirse por primera vez en un texto constitucional español el reconocimiento de la realidad plurinacional de España, se haga de manera simultánea a la introducción de la forma política de la monarquía parlamentaria. No se trata de atribuir a la Corona ningún papel que constitucionalmente no le corresponda; ello, incluso, sería contradictorio con la prudencia con que debe ser examinada cualquier intervención del Rey en la vida política del Estado. Pero no es menos cierto que, en la medida en que la forma política del Estado se estructura y consolida a través de una organización descentralizada por su poder político, la conjunción monárquica con estado autonómico, adquiere una significación no negligible.

Ir más allá de esta reflexión sería, por un lado cargar a la institución monárquica de una responsabilidad que no le corresponde, o, por otra parte, descargar de trascendencia política lo que representa en este momento el desarrollo autonómico de la España plural. Pero esto no debe ser óbice para reconocer que, a lo largo de más de 20 años de vigencia de la Constitución, dicho desarrollo autonómico no ha encontrado ningún obstáculo que tenga su origen ni en la forma monárquica del Estado ni en la propia actuación del Rey, sino que, por el contrario, ha existido una especial sensibilidad desde la Corona para arropar y reconocer los sentimientos legítimos de defensa de la identidad que las propias comunidades autónomas han puesto de manifiesto.

Existen imágenes de la aproximación que, desde la Casa Real, se ha practicado cerca de símbolos e instituciones propias de las nacionalidades y regiones que integran España, que han representado un eficaz reconocimiento de la pluralidad como valor asociado a la nueva España democrática. Correspondiendo al Rey simbolizar la unidad y permanencia del Estado, aquellos reconocimientos adquieren especial relevancia, en la media en que la unidad se complementa con el reconocimiento de la pluralidad y la permanencia se configura como un objetivo que tiene su base, precisamente, en el respeto a aquélla.

Ciertamente, la España de hoy tiene problemas, y algunos de ellos hieren profundamente nuestra sensibilidad democrática. Pero es bueno aceptar y reconocer que en el desarrollo autonómico de España la forma monárquica adoptada por la Constitución de 1978 se ha constituido en un elemento lubrificador de la importante descentralización del poder político del Estado que ello ha representado.

Miquel Roca i Junyent fue uno de los ponentes de la Constitución en representación de Minoría Catalana.

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