_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La consigna y el aniversario

Josep Ramoneda

Viendo el pasado domingo en Televisión Española el No-Do en colores de Victoria Prego sobre los 25 años de la monarquía juancarlista me afirmé en la idea de que la democracia española tiene todavía pocos quilates. Que la televisión pública se permita dedicar minutos y minutos a la mayor exaltación de las actividades del Rey -sobre todo viajes, y más viajes-, a su vida familiar ejemplar y a su papel de liberador -que, a juzgar por sus palabras, el Monarca ya tiene asumido sin rubor alguno-, sin entrar lo más mínimo en los muchos recovecos de su biografía indica que los medios de comunicación públicos siguen siendo entendidos como prolongación del departamento de propaganda del Estado. Y el tramo final, con Aznar como decorado, lo confirma definitivamente.Ni una palabra sobre las querellas familiares, sobre la lucha por el poder y sus alianzas, sobre los compromisos contraídos, sobre las amistades peligrosas, sobre los círculos de presión en torno a La Zarzuela. Sólo luces, ni una sola sombra. Cuando hay personajes que están por encima del bien y del mal, protegidos por un tabú, queda claro que la democracia tiene todavía que mejorar. La cultura de la sumisión y del caudillaje no se borra en dos días. Y está marcando todavía a la ciudadanía y a la propia clase política.

Toda dictadura se aguanta sobre la inmovilización de la mayoría y el apoyo en unas hordas -civiles y militares- encargadas de atizar el miedo. El desprecio por la política es una herencia típica de la dictadura. La cultura de sumisión adquiere su máxima -y más eficaz- expresión en la indiferencia. Las dictaduras convierten la política en algo negativo: la ideología franquista hablaba de la política como algo ajeno que estaba en el origen de los males de la guerra. La política del franquismo, según sus propagandistas, no era política: era servicio. La política divide, decían, y nosotros unimos. De ahí la famosa frase atribuida a Franco: "Yo no me meto en política".

Pero lo preocupante es que esta misma visión negativa de la política sigue vigente para algunos dirigentes actuales. Por ejemplo, cuando se habla de sacar algunos temas especialmente importantes -las pensiones, la inmigración y el terrorismo- del debate político. ¿Qué es la política democrática si no debate? ¿Qué significa esta desconfianza en la política por parte de los políticos? La culminación de todo ello es la obsesión por el consenso, en la que la herencia cultural franquista hermana a políticos y ciudadanos. La transición requería, para arrancar, unas zonas de acuerdo porque la clave del éxito estaba en que las nuevas reglas del juego fueran compartidas. Por tanto, es lógico que el consenso fuera bandera de éxito en unos momentos en que las incertidumbres podían provocar zozobra en la ciudadanía. Pero el consenso de la transición también ha sido el eufemismo que ha permitido camuflar -y legitimar- una realidad: que a la hora de pactar la transición unos cedieron más que otros y la izquierda tragó más que nadie. Siempre quedará abierta la pregunta sobre si se podía haber conseguido mucho más. Y siempre quedarán también las dudas sobre la verdadera dimensión de la amenaza militar, que, sin duda, fue un freno bien utilizado desde la cúspide para disimular que el franquismo estaba exhausto. Y por eso se acabó.

En la normalidad democrática, seguir con la cultura del consenso me parece una forma de continuar desdibujando la política. El consenso debe ser lo excepcional. Lo normal es la confrontación de ideas y de propuestas, con el gobierno y la oposición en sus debidos papeles. Porque si hay una sola política posible, la democracia queda reducida a su carácter funcional: el relevo incruento de los gobernantes. Y si este cambio ha de carecer de contenido, mejor optar por el sorteo. Es más transparente. La obsesión por el consenso limita enormemente el campo de juego. Lo que se requeriría es una mayor diversidad de opciones para que la relación de representación se enriquezca, en una sociedad que tiende a la complejidad, y no el secuestro de la diversidad en un consenso cuyo único valor es que hace la vida fácil a los que mandan.

O consenso o crispación: no se sabe salir de este círculo vicioso. Uno y otro son fruto de la cultura del "o estás conmigo, o estás contra mí". O todos juntos en el consenso, o nos peleamos y nos encontramos en la calle. Entre la sumisión y el linchamiento parece no haber término medio, la política parece impregnarse de cultura futbolística. Y es conocida la importancia que ésta tuvo en el franquismo. La arrogancia de José María Aznar, que entiende el consenso como estricta sumisión a su política, forma parte de esta cultura, pero la obsesión consensuadora de los socialistas, también.

A los 25 años de la muerte de Franco la derecha vuelve a gobernar, y lo hace democráticamente. Sin duda, es la mejor prueba de que se ha avanzado. Sorprende, sin embargo, en este 20-N, ver la enorme incomodidad que Franco provoca a la derecha. Recordar las raíces, los orígenes, es un incordio cuando la amnesia colectiva ha permitido pasar página sin elaborar lo que pasó. Y entre lo que no se elaboró está la propia actitud de la ciudadanía: primero, la derrota de unos y los desastres de la guerra, después la lucha por sobrevivir y, finalmente, el miedo a perder lo poco conseguido crearon un espacio disponible para que el aparato dictatorial anclara sobre la sociedad. Todos los pueblos se adaptan a sus carceleros. Pero los pueblos que no resuelven las cuentas con su pasado a menudo lo pagan. De momento, tenemos un régimen democrático lleno de tabúes y rodeado de indiferencia ciudadana.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

El 25º aniversario de la muerte de Franco confirma la maleabilidad y el cinismo de la derecha. En este país hay un montón de ex comunistas y de ex etarras que han explicado sus experiencias, que han analizado sus errores y que han criticado sus disparates ideológicos. No hay un solo ex franquista que haya ejercido como tal. Y, por lo visto estos días, apenas hay franquistas. O todos andan desmemoriados. La derecha no pierde el tiempo con exquisiteces morales e intelectuales. ¿20-N? Viva el Rey. Esta ha sido la consigna para el aniversario.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_