La guerra de las APA
Maestros y padres de alumnos de la enseñanza pública valenciana tienen a sus espaldas una larga e intensa tradición de lucha. Sus asociaciones, organizadas a escala provincial y federadas en el marco comunitario, se han regido por pautas democráticas y participativas. Por su peso y proyección social han sido un granero de votos que ha tentado a los partidos políticos. Pero han sobrevivido, hasta ahora. Desde hace dos años, la agitación y el cisma se ha instalado en su seno, al tiempo que han afluido los millones de la Administración, cual precio de la docilidad de unos gestores ampliamente contestados por quienes apuestan por la escuela pública de calidad y comprometida con el país. Un conflicto provocado mina este movimiento civil.
El de las APA (Asociaciones de Padres de Alumnos) del País Valenciano constituye en estos momentos y con toda seguridad el conflicto más convulso y prolongado de cuantos se tiene noticia. La crónica de sus dos últimos años se encuadra mejor en las páginas de sucesos que en las dedicadas a la docencia o a la vida corporativa, como le correspondería. Violencias, denuncias, intervenciones policiales, presuntas irregularidades económicas, sanciones, expulsiones de afiliados y una confrontación de nunca acabar entre el núcleo oficialista y el crítico son la decantación de una actividad que debiera condensarse en otras dedicaciones.Como es lógico pensar, esta beligerancia no ha estallado por casualidad. Tanto más si recordamos que estos movimientos asociativos tienen entre nosotros una larga tradición democrática y pacífica al servicio de la enseñanza de calidad y de la escuela pública. ¿Qué ha podido pasar, pues, para que se subvierta una organización manifiestamente eficaz durante 20 años y se eche mano, o poco menos, a la dialéctica del mamporro? ¿Han enloquecido súbitamente los miles de padres que la nutren y gestionaban sin más ambición personal que la de cumplir los fines estatutarios?
Es obvio que no van por ahí los tiros. Si las APA y la confederación valenciana de todas ellas (Covapa) van a la greña es porque alguien les ha inoculado el germen de la discordia con el más que sospechoso propósito de romperles la espina dorsal y convertirlas en un instrumento dócil. Para ello no ha tenido que inventarse la fórmula prodigiosa: ha bastado con untar los ejes de la carreta mediante la retribución generosa de sus cuadros directivos, al tiempo que se reformaban los reglamentos orgánicos acentuando la discrecionalidad -esto es, arbitrariedad- de los mismos mediante la instauración del presidencialismo o la gestión a lo Juan Palomo. En habiendo dinero nunca faltan los dóciles.
Los centenares de millones para sueldos, dietas y fastos han salido de donde tenían que salir: del erario público, de la Consejería de Educación, ayuntamientos afines al PP y otros organismos de la misma cuerda. Quizá un día, cuando se recuperen las inercias democráticas de este movimiento, sepamos también y a ciencia cierta cuál ha sido el destino de esos recursos. En cuanto a los abanderados de la docilidad, ninguno más entregado que el presidente de la citada Copava, el ilicitano José Antonio Ranchal, individuo de sinuosa trayectoria y nula sensibilidad acerca de la cultura indígena. Eso sí, con una indisimulada querencia por la "profesionalización" del cargo y la eliminación de los disidentes.
Con las APA -o buena parte de ellas- aparentemente ahormadas ya es posible desmovilizar convocatorias en pro de la enseñanza pública y privilegiar a la privada, aunque sea concertando con centros, cual el María de Iziar, de Valencia, donde se incurrió o se rozó la ilegalidad. Ya es posible, decimos, abundar en las concertaciones a costa de la escuela pública, cuya referencia desaparece incluso de los papeles oficiales en gracia al eufemismo "centros sostenidos con fondos públicos". Y, además, fomentar clientelas. Quien fuera subsecretario de la consejería de Cultura y Educación, Carlos Alcalde, bien sabía lo que se hacía al diseñar estas novedades.
El panorama no es muy alentador. El citado Ranchal tiene "castigadas" y marginadas a las APA de la provincia de Castellón y no reconoce a las de Valencia, cuya federación preside Carmen Molina, que desalojó legítimamente al obsecuente Josep Antoni Garcés. Un frente y otro -oficialista y crítico- se descalifican mútuamente y no se prefiguran puentes de entendimiento. Sin pecar de temerarios, podemos imaginar que es eso, precisamente, lo que se pretendía: fomentar el cisma y la inoperancia. Después de todo, ha salido barato: cinco millones por cabeza de dirigente, además de gastos y otras partidas que se tramitan judicialmente. Pero la corrupción peor no es ésa, sino el mangoneo político. ¿Habrá valido la pena?
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