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La ciudad privada

Un primer grado en la elección de vivienda es comprar un piso. Un segundo grado acaso es adquirir un adosado con jardín. Un tercero es pertenecer a una comunidad con piscina, sauna, pista de tenis y parque. El último, ahora en boga en Estados Unidos, es formar parte de una CID.CID, denominación de estas nuevas comunidades de propietarios, son las siglas de common-interest-developments, "urbanizaciones de interés común". Hace 30 años, cuando emergieron, constituían una excentricidad, pero en estos tiempos van propagándose deprisa y ya 30 millones de norteamericanos, un 12% de la población, residen en ellas. La CID es el punto máximo de la privatización del hábitat. O para decirlo según la propaganda: con una CID se adquiere no sólo una morada, sino todo un estilo de vida.

Una CID está formada por viviendas, piscina y jardines, pista de tenis, pero también por zonas de oficinas, escuelas, comercios o cualquier otro elemento que compondría una ciudad. La diferencia con una ciudad es que en la CID no existe nada público ni imprevisto. El propietario posee en exclusiva su propia vivienda pero es también copropietario del resto; todo diseñado por el promotor.

La CID está custodiada por guardias de seguridad, posee videocámaras y barreras, tiene el derecho restringido a sus propietarios y sólo bajo determinadas condiciones se aceptan las visitas o a los paseantes de ocasión. En general, el centro se rige por una serie de normas llamadas "servidumbres" orientadas al bienestar de los residentes y a evitar conflictos. Por ejemplo, según cada CID, pueden prohibirse las visitas después de determinadas horas para no perturbar el sueño de otros vecinos, puede regularse la altura de los árboles para no obstaculizar las vistas, el peso de los perros para no generar temor, la clase de los muebles de las terrazas, el tono de las habitaciones que se ven desde el exterior, el momento en que las reuniones nocturnas no deben prolongarse más, etcétera. Todo es propiedad privada pero la normativa permite incluso inspeccionar los interiores para verificar su estado de adecuación.

Dentro de las diferentes modalidades de CIDs hay urbanizaciones destinadas a parejas sin niños y por tanto deberá abandonarse la vivienda si se llegan a tener o adoptar bebés. Hay también CIDs para solteros, CIDs para parejas en los que ambos trabajan, numerosos CIDs para jubilados o para gentes de alto nivel que no quieren cruzarse con otras clases sociales.

En todos los supuestos el cliente se encuentra en condiciones de escoger con qué tipo de gente desea relacionarse y se aviene, después, a respetar algunas imposiciones. En Monroe, Nueva Jersey, la direccion de una CID demandó a un propietario -cuenta Jeremy Rifkin en La era del acceso (Paidós)- porque su esposa, de 45 años, tenía tres años menos de la edad mínima necesaria para ser admitida en la comunidad. Los tribunales aprobaron la decisión de la directiva de la CID ordenando a este hombre que vendiera, alquilase su vivienda o viviera en ella sin su esposa. Cuando uno elige una CID debe atenerse a estas regulaciones que pueden llegar hasta lo más nimio. En Fort Lauderdale, Florida, la dirección de un condominio ordenó, por ejemplo, a una pareja que dejara de entrar y salir de su casa por la puerta de atrás porque estaban abriendo un camino en el césped.

Los habitantes de tales unidades adquieren el derecho a la supuesta ciudad ideal, extirpada de amenazas, de basuras, ruidos, mixturas, indeterminación, y pagan por ello. La CID es como la mercancía deshuesada, pelada y lavada, el hábitat desprovisto de excrecencias, filtrado, aromatizado y listo para gozar. Porque si ensayos de depuración, de descafeinado, de desalquitranado, se habían practicado ya con otros productos ¿por qué no extender la idea a la residencia total? ¿Bueno? ¿Malo? ¿Fantástico? ¿Cosa de horror? Un libro más de Evan McKenzie, Privatopia (Yale University Press, 1996), aporta abundantes claves para interpretar el auge de esta elección.

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