Cuatro problemas y una inflación
El primer problema de la inflación española es el de su magnitud, es ese 4% que es un 100% superior a la inflación prevista para todo el año 2000. El 4% no expresa sólo un problema presente que están sufriendo los trabajadores y funcionarios que ven cómo se deterioran sus rentas reales y los empresarios que ven caer su competitividad, sino que anuncia problemas para el futuro, ya que dicha magnitud tendrá repercusiones negativas tanto en el gasto público como en los costes laborales de las empresas. El gasto público se incrementará en más de 100.000 millones de pesetas y, dado que dos tercios de los convenios españoles tienen cláusula de revisión automática, se abre un panorama de costes laborales para el año 2001 nada tranquilizador.La evolución del IPC muestra que los precios españoles no sólo crecen, sino que cada vez suben con más rapidez. La inflación subyacente se ha acelerado también durante los últimos meses. El segundo problema de la inflación española es que esta aceleración de la inflación se está produciendo justamente cuando se está desacelerando el crecimiento del PIB. Lo normal es que cuando la tasa de crecimiento disminuye, el coste del menor crecimiento sirve para recoger los frutos de una menor inflación. Desgraciadamente, esto no ha sucedido. Estamos entrando en el peor de los escenarios económicos: cada vez crecemos menos y cada vez la inflación es mayor.
El tercer problema, y el más serio en el medio plazo, es el del diferencial de inflación. Más preocupante que tener una inflación alta y creciente es que nuestra inflación sea sistemáticamente superior a la de nuestros socios europeos. Y ya es hora de acabar con la broma de que esta diferencia se debe a la subida de los precios del petróleo. El Instituto Nacional de Estadística nos ha proporcionado ayer el dato de inflación española descontando los productos energéticos -un 3,2%- y esta cifra es superior incluso a la tasa de inflación total -incluidos los productos energéticos- de los países europeos.
La realidad que nos presenta el IPC de octubre es tan desagradable y tan preocupante que dan ganas de escuchar como las televisiones del Gobierno nos explican por qué la realidad ciega los ojos de los analistas. Y éste es el cuarto y el peor de los problemas, el de no reconocer que tenemos un problema. La política de "España va bien" tuvo un éxito indiscutible al sacar a los españoles de la depresión psicológica a la que le sometieron los gobiernos empeñados en reformar. Desde mediados de 1994, el empleo ya estaba creciendo, el ajuste exteriór había sido extraordinario y la economía podía crecer sin problemas. En 1996 bastaba con animar al personal mostrando lo que era cierto, que España iba bien.
Pero ahora no basta con suministrar el placebo, ahora hay que reformar, y no será posible convencer a los españoles de la necesidad de reformar si se sigue quitando importancia a los problemas. Deberíamos aprovechar este mal momento para estudiar lo que hacen otros países para tener una inflación más baja que la española a la vez que tienen crecimientos del PIB similares o superiores al nuestro y bajas tasas de paro. Suecia está creciendo más que España con una tasa de desempleo del 4% y una inflación del 1,4%. Holanda está creciendo más que nosotros, con una inflación un punto por debajo de la nuestra y con una tasa de desempleo del 2,6%.
La situación de parálisis de reformas que venimos padeciendo desde antes de las últimas elecciones no debería continuar. No es lógico que aprobemos un presupuesto cuyo único mérito viene del ciclo y en el que no hay una sola reforma estructural del gasto. No es lógico que las reformas laborales acometidas hasta ahora lo único que hayan conseguido sea perjudicar la contratación a tiempo parcial. No es lógico que, con esta inflación, se aumenten los excedentes de los monopolios básicos para mayor gloria de España en Latinoamérica mientras los demás países europeos disfrutan de inflaciones moderadas gracias a que se han atrevido a introducir competencia efectiva en esos sectores. Es verdad que las reformas del gasto público, de flexibilización de los mercados y de introducción de competencia, tienen costes políticos en el corto plazo, pero es justamente ahora, cuando quedan todavía tres años y medio para las elecciones cuando el Gobierno debería acometerlas sin miedo. Si no es así, acabaremos teniendo más de cuatro problemas.
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