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El magnate Berezovski se declara "exiliado político" y se niega a volver a Rusia

Le llegó el turno a Borís Berezovski, el oligarca ruso por antonomasia, experto en comprar poder pero incapaz de entenderse con el nuevo inquilino del Kremlin, Vladímir Putin. Ayer, al día siguiente de que se dictase orden de busca y captura contra otro gran magnate (Vladímir Gusinski, cabeza del grupo Media Most), Berezovski, que se encuentra en el extranjero, anunció que no comparecerá hoy ante los fiscales, que le investigan por supuesto fraude en la compañía Aeroflot. "Me obligan a elegir entre convertirme en prisionero y exiliado político", aseguró. Optó por lo segundo.

Berezovski justifica su decisión en la necesidad de protegerse de la "presión creciente" del poder político, asegura que el caso Aeroflot fue un invento de su viejo enemigo, el ex primer ministro Yevgueni Primakov, y sostiene que se resucita ahora porque Putin está descontento por su actitud crítica hacia él. "Me equivoqué", asegura en el comunicado de ayer, "al pensar que era fuerte y con una visión amplia para comprender que el país necesita una oposición". Su forma de actuar, añadía, "demuestra que no entiende las bases de la democracia". Toda una ironía viniendo de quien viene: alguien que ha desvirtuado a su capricho y para su beneficio los mecanismos democráticos que ahora dice defender.

Los fiscales buscan las vueltas al magnate por el desvío fraudulento a compañías fantasmas en Suiza de decenas de miles de millones de pesetas de la compañía Aeroflot, que controló durante años y a cuyo frente puso a un yerno de Yeltsin.

Berezovski, cabeza de un imperio comercial, industrial y mediático, es tal vez la piedra de toque de la ofensiva de Putin contra los oligarcas (o al menos contra los que le plantan cara), que encarnan una de las más señaladas anomalías del complejo tránsito del comunismo al capitalismo en Rusia.

Él fue incluso el inventor del término "oligarca", surgido en 1996, cuando reunió a siete grandes magnates que pusieron su dinero y sus medios de comunicación al servicio de una empresa que entonces parecía imposible: lograr la reelección de Borís Yeltsin frente al comunista Guennadi Ziugánov pese a que el presidente tenía un índice de popularidad inferior al 5%. Fue -con Yeltsin- vicesecretario del Consejo de Seguridad y secretario de la Comunidad de Estados Independientes. Más aún: caracoleó por los pasillos del Kremlin, donde se movía como pez en el agua, y se convirtió en miembro privilegiado de La Familia, una auténtica corte de los milagros que prosperó a la sombra de un presidente enfermo y progresivamente incapaz.

Elegido diputado el pasado diciembre a golpe de talonario, renunció sorprendentemente pocos meses después a su escaño -y a la inmunidad aneja- para situarse, dijo, en "igualdad de condiciones" con otros grandes magnates, sobre los que ya comenzaban a presionar jueces y fiscales. Luego denunció como una amenaza dictatorial los intentos de Putin de segar el poder de las regiones con una nueva división territorial y la reforma del Consejo de la Federación (Cámara baja). Y, finalmente, anunció que montaría un movimiento de oposición, aunque no llegó a cumplir su amenaza.

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Da la impresión de que un exceso de soberbia y megalomanía le hizo medir mal sus fuerzas, pese a saber que la inmensa mayoría de los rusos se frotaría las manos de satisfacción si le viese entre rejas.

El vicefiscal general Vladímir Kolmogórov ya dijo el 1 de noviembre que planeaba procesar a Berezovski, y no descartó que, en función de su testimonio, fuese detenido. Su anunciada ausencia a la cita de hoy con la justicia hace prácticamente seguro que, al igual que ocurrió el lunes con Gusinski, se dicte una orden de busca y captura. Dado que ambos magnates se encuentran en el extranjero, es probable que las autoridades rusas recurran a la Interpol.

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