El culebrón se convierte en una serie de suspense
Normalmente, los amigos se juntan en la noche de las elecciones para escuchar los resultados. Este año, mis amigos (la mayoría a favor de los demócratas) estaban para pocas fiestas; preparados para lo peor, la mayoría de ellos se quedaron desanimados en casa; la arrogancia, la gran expectación, estaba en el campo de Bush. Yo permanecí en vela toda la noche, escuchando las contradictorias noticias de la televisión; además de dar intermitentemente resultados, reponían las grandes películas políticas de Estados Unidos. Los clásicos de siempre -Mr. Smith Goes to Washington, Born yesterday y Mr. Deeds goes to Town- al estilo "nosotros, el pueblo"; los protagonistas eran tipos corrientes, el ciudadano de a pie que lucha por sus derechos enfrentándose a unas instituciones corruptas. Tras el desastre del Watergate de Nixon y el crecimiento de los medios de comunicación, en películas como Todos los hombres del presidente, The contender, El candidato, Primary colors, The west wing, etc., el "tipo corriente" desaparece y el heroico y todopoderoso periodista se convierte de repente en el árbitro moral.Algo que los medios de comunicación no son. Durante la noche de las elecciones, un acontecimiento cívico que los medios consideran equivocadamente como su propiedad privada, éstos informaron de los resultados como si se tratara de un espectáculo veloz, como un partido de fútbol. De lo que no se dieron cuenta es de que una de las razones por las que los primeros resultados anunciaron que Gore era ganador en Florida, después se retractaron y cambiaron a Bush, es que esos primeros resultados se basaban en las encuestas de emisión de voto hechas a los ciudadanos cuando salían de votar, que incluía a cerca de 20.000 personas que pensaban que habían votado a Gore cuando en realidad, debido a una papeleta defectuosa, habían votado por el fanático de extrema derecha Pat Buchanan. El segundo cálculo, el que indicaba que Bush había ganado, se basaba en verdaderos resultados en las urnas. Entonces, con bastante rapidez en aquella extraña noche, comenzaron a surgir informaciones en Florida que indicaban irregularidades en la votación, y Gore se retractó inmediatamente de su concesión de las elecciones a Bush.
Todos los demonios se desataron en Palm Beach cuando la comunidad compuesta en buena medida por ancianos judíos se dio cuenta de que, por culpa de las complicadas papeletas, en vez de dar su voto a Gore se lo habían dado a una persona que, para colmo, siente una extraña veneración por Hitler. Jesse Jackson se apresuró a acudir a Palm Beach porque también se informó de que en algunas de las comunidades negras habían faltado papeletas. Y todos nos fuimos a las carreras. Bajo la lucha obvia entre Bush y Gore subyace una guerra de poder no reconocida; me refiero a la lucha suterránea entre la opinión pública en general y la forma en que ésta piensa, y los medios de comunicación, que han inventado una opinión pública de realidad virtual, y que tienden a intentar dominar las noticias más que a informar de ellas. La opinión pública virtual está compuesta de llamadas de chiflados, de invitados pseudoexpertos a los medios de comunicación y de encuestas sin sentido. El votante medio estadounidense es centrista, bastante pragmático, le preocupan las cuestiones del pan y la mantequilla, no está enamorado de los políticos y no tiene costumbre de llamar para dar sus opiniones políticas en los programas de entrevistas de las emisoras de televisión.
Los medios estaban convencidos de que la opinión pública en general rechazaría a Clinton por sus lapsus morales; no lo hizo. Nombraron a Bush campeón de la escuela del encanto; según sus cálculos, Bush tenía que ganar el voto popular y el voto electoral. De acuerdo, Gore llevó fatal la campaña, y además carece de encanto. Pero, repito, el votante estadounidense es pragmático. Se ciñó a sus patrones e intereses más evidentes. Si añadimos el contingente de variopintos votantes de Nader al total del voto popular de Gore, apreciamos un patrón estadounidense de votación bastante coherente: hay más demócratas que republicanos, y la división básica (que llevo años señalando en EL PAÍS) no es ni étnica, ni económica, ni de clase, sino una división entre Norte y Sur. El singular genio y gran poder de Clinton estribaba en que tenía preocupaciones norteñas, pero era capaz de usar el idioma del Sur para captar sus sueños idealistas y económicos. Casi un siglo y medio después del final de la guerra civil, seguimos viviendo en dos países distintos, con dos filosofías de gobierno completamente distintas; es un problema grave y continuo para el país. Y resulta curiosamente coherente que Florida, un Estado sureño que ahora es medio del Norte por haberse convertido en el centro de jubilación de la población urbana del Norte, acabe convirtiéndose en el campo de batalla de las elecciones: la predicción que reflejé en EL PAÍS antes de las elecciones diciendo que acabarían en una disputa entre votos populares y electorales no se debía a ninguna clarividencia especial; era una deducción evidente basada en mi tendencia a pensar en las elecciones en unos términos muy geográficos.
Cuando los votantes de Palm Beach se dieron cuenta de que su voto era uno de los casi 20.000 declarados nulos por culpa de las papeletas defectuosas, inmediatamente adoptaron el estilo de aquellas películas en blanco y negro, aquello del "nosotros, el pueblo", un idioma que prácticamente todos mamamos, que forma parte de nuestro folclore, de nuestro estilo nacional, y que la mayoría de nosotros aprendimos a base de ver a Jimmy Stewart y a Gary Cooper más que estudiando derecho constitucional. En estas circunstancias, los medios de comunicación -a los que nadie ha elegido para ocupar un cargo- se tienen que limitar a dar las noticias, no a navegar por el curso de la historia de Estados Unidos.
Desde luego, es un desastre, y de momento, un verdadero embrollo. Pero no hablamos de una situación fraudulenta, o en la que uno de los candidatos haya actuado mal. La confusión es una confusión constitucional precisamente porque los derechos implicados no son los de Bush ni los de Gore, sino el derecho de voto de los electores. A estas alturas, con una diferencia de votos mínima, en una situación en la que Gore ha ganado el voto popular, con un auténtico problema legal con las papeletas defectuosas de Palm Beach, y con 5.000 papeletas de personas ausentes (que probablemente favorecerían a Bush, aunque no es seguro) es imposible dar por concluidas las elecciones. Lo único que sabemos con seguridad es que ninguno de los dos partidos tiene el mandato para dirigir el país, y sería agradable que los medios de comunicación se calmaran. Dos consecuencias secundarias de las elecciones en dos Estados poderosos son que la maquinaria republicana del Estado de Nueva York ha sido aplastada y está en desbandada, y que probablemente pasará mucho tiempo hasta que Florida vote a los republicanos. Resulta paradójico que Jeb Bush haya acabado siendo la oveja sacrificada para el alzamiento político de su hermano George W. Pero así es la política.
Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.
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