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La crisis puede llevar al presidente de la Cámara baja, el republicano Haster, hasta Washington

La animosidad de las partes en la polémica sobre los resultados de las presidenciales es la continuación natural de la guerra civil abierta en EE UU por el caso Lewinsky. Y, a no ser que Al Gore ceda, puede tener la paradójica conclusión de que el próximo 20 de enero el Despacho Oval lo ocupe el republicano Dennis Hastert, presidente de la Cámara de Representantes. Según la Constitución de EE UU, si el presidente electo no puede tomar posesión el día previsto, el jefe de la mayoría de la Cámara de Representantes ocupa provisionalmente la Casa Blanca. Es curioso que Hastert llegara a su cargo actual de rebote, como consecuencia del caso Lewinsky. Sucedió a sus correligionarios Newt Gingrich y David Livingston en el tormentoso invierno de 1998 y 1999. Gingrich dimitió por el pinchazo en hueso de su partido en las legislativas como consecuencia de su belicosidad en el caso Lewinsky. Livingston arrojó la toalla el mismo día en que Clinton fue procesado por la Cámara de Representantes. El editor pornográfico Harry Flynt acababa de descubrirle una historia de adulterio.

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Es improbable, y sería trágico, que se cumpla este guión. Para ello tendría que ocurrir que el 20 de enero continuara la polémica sobre si Bush o Gore ganaron los comicios. Eso sería posible si se dan los siguientes pasos: primero, que continúe, con recuentos y acciones judiciales, la batalla de Florida; en ese caso, los 25 compromisarios de Florida podrían no estar representados en el Colegio Electoral, que se reúne en Washington el 18 de diciembre; sin los votos de Florida, Gore podría disponer de mayoría en el Colegio Electoral y ser nombrado presidente; hay, no obstante, una polémica constitucional sobre si se precisa la mayoría de los 538 compromisarios previstos o sólo de los que estén presentes ese día. Pero hay un segundo paso que difícilmente franquearía el político de Tennessee: el 5 de enero, los dos organismos del Congreso, la Cámara de Representantes y el Senado, deben ratificar en sesión conjunta los resultados del Colegio Electoral; si ha ganado Gore por ausencia de Florida, la corta mayoría republicana en la Cámara de Representantes podría bloquear su nombramiento; en el Senado, donde podría haber empate a 50 miembros entre republicanos y demócratas, el voto de calidad lo tendría el todavía vicepresidente Gore. El lío, a esas alturas, sería monumental, y, de no resolverse, Hastert sería nombrado el 20 de enero presidente en funciones.

Jamás ha ocurrido eso. Para encontrar una situación semejante hay que remontarse a 1876, cuando el demócrata Samuel Tiden contestó la victoria del republicano Rutheford Hayes en términos de Colegio Electoral. El pulso lo decidió el Congreso, que nombró a Hayes. En las elecciones más disputadas del siglo XX, las de John Kennedy contra Richard Nixon, el republicano aceptó su derrota pese a que sospechó que había habido fraude electoral en Illinois y Tejas.

Quizá el legado que sigue buscando Clinton sea esta aberrante combinación de prosperidad económica y polarización política de EE UU. Los electores lo expresaron con claridad el martes. No sólo dieron un empate a la pugna entre Gore y Bush, sino que, según el macrosondeo de Voter News Service, 6 de cada 10 expresaron su repulsión personal por Clinton, al tiempo que 2 de cada 3 reconocieron que su presidencia ha sido un éxito económico.

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