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La 43ª presidencia nace herida

Enric González

Gane quien gane, en la Casa Blanca pesarán las dudas del pueblo estadounidense sobre la legitimidad de su ocupante

Esta presidencia nace herida. Sea George W. Bush o Al Gore, el sucesor de Bill Clinton soportará graves dudas sobre su legitimidad, gobernará con un Congreso dividido en dos mitades casi iguales y se enfrentará a un clima político enrarecido tras el extraordinario fenómeno de estas elecciones.Supongamos, como parece bastante posible, que el recuento de Florida concluye con una ligerísima ventaja de Bush. Y que Gore opta por la decisión elegante -y políticamente más rentable- y, tras apelar a la reconciliación y a los intereses supremos de la gobernabilidad y la convivencia en Estados Unidos, concede la victoria a su rival republicano. Bush se encontraría, en ese caso, con un escenario de pesadilla.

En esta hipótesis, el nuevo presidente electo no es, para empezar, el más votado. El más votado sigue siendo Gore. No ha podido celebrar convencionalmente su victoria y el público estadounidense no guardará en su memoria imágenes como las de la triunfal elección de Bill Clinton en 1992, vinculadas a una canción (Don't stop thinking about tomorrow, de Fleetwood Mac) y a una potente sensación de cambio generacional.

Por el contrario, lo que se recordará será un recuento y una victoria oficial, pero no popular. Tras jurar su cargo en enero debe entrar en materia con un Senado en el que puede no tener mayoría clara -si el escaño pendiente en el Estado de Washington cae finalmente del lado demócrata serán 50 contra 50- y en el que entrará en funcionamiento el decisivo el voto de calidad del vicepresidente.

Su vicepresidente, siempre en el supuesto de que el presidente resulte ser Bush, es Dick Cheney, identificado con el ala más conservadora del Partido Republicano y en mala situación para tramar consensos. Si la actividad parlamentaria de los últimos años se ha caracterizado por la acritud y el enfrentamiento abierto (el bloqueo presupuestario impuesto por Newt Gingrich, el acoso a la presidencia por el caso Lewinsky, la utilización de la prensa como campo de batalla), no se debe esperar que las cosas mejoren cuando una de las partes, inevitablemente, tendrá la sensación, razonable o no, de haber sido derrotada con malas artes.

La dificultad para alcanzar mayorías tenderá, por otra parte, a bloquear las iniciativas presidenciales. Superar esos obstáculos requeriría el talento y el carisma de un político sensacional, lo cual no parece, por ahora, ser el caso. No existirá sensación de mandato por parte del electorado.

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"Gane quien gane, no tendrá un mandato claro del pueblo estadounidense para emprender cambios radicales", afirma Larry Watchel, director de estrategia de mercados de Prudential Securities, uno de los gigantes de la inversión en Wall Street. "Si al final gana, Bush tendrá el mandato más pequeño en la historia presidencial", dice a su vez el senador demócrata Charles Schumer.

Para un presidente Bush quedaría pendiente, además, la amenaza de las demandas planteadas por un grupo de ciudadanos de Florida por supuestas irregularidades en ciertos colegios electorales. Esas demandas seguirán su curso, y siempre cabrá la posibilidad, difícilmente concebible (pero también lo han sido algunas circunstancias de la presidencia de Bill Clinton), de que el Tribunal Supremo ordene una repetición de las elecciones en determinadas circunscripciones.

Derrota honorable

Gran parte de lo dicho valdría para un hipotético presidente Gore. Los republicanos, mortificados por los ocho años de Clinton, no podrían evitar la sensación de haber sido objeto de un robo presidencial. La opción de la derrota honorable abre, en cambio, buenas perspectivas para Gore. Los precedentes históricos le favorecerían. En 1876, el demócrata Samuel Tilden obtuvo más votos que el republicano Rutherford Hayes, acusado de fraude. El Colegio Electoral no logró resolver la situación y el Congreso, en última instancia, dio la presidencia al republicano, a quien se conoció en adelante como Rutherfraud Hayes.En las dos ocasiones, ambas en el siglo XIX, en que un candidato obtuvo la mayoría del voto popular, pero no la mayoría en el Colegio Electoral, el presidente virtual ganó cómodamente las siguientes elecciones. Richard Nixon, que rehusó poner en duda la victoria de John Kennedy en 1960, pese a la estrechísima diferencia y a las serias dudas sobre la limpieza del proceso en Illinois, también llegó después a la Casa Blanca, aunque ocho años más tarde.

La posición de Gore, en caso de quedar como presidente en la sombra, sería cómoda. La economía de Estados Unidos se está enfriando, y los niveles de bienestar alcanzados en la era Clinton-Gore no se repetirán. El actual vicepresidente no tendría más que sentarse y esperar a que las cosas se le fueran complicando a George W. Bush, a quien, irremediablemente, se culparía de todo: su pecado original sería -lo mismo valdría para un presidente Gore- el de haber privado a Estados Unidos de un líder fuerte.

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