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La Acadèmia: los límites de la política

Si por el humo se sabe dónde está el fuego, dos años después de aprobada la ley de creación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua, y resuelta la falta de liderazgo en la familia socialista, el presidente Zaplana se dispone a demostrar en qué consiste su apuesta para resolver un conflicto tan absurdo como rentable hasta ahora para la opción política que él representa. Porque a pesar de que la ley de creación de la Acadèmia ha establecido con un cierto consenso cómo se ha de formar el ente normativo propio, hay casi unanimidad a la hora de considerar que lo realmente importante y decisivo es el perfil de las personas que la encarnarán. Esta desconfianza en la bondad per se de la misma ley ya es un síntoma de cómo se puede llegar a empastrar la cosa más aún de lo que está. En este asunto, optimistas, no se conocen. Por eso, los usuarios del valenciano, los que nunca hemos hecho de la lengua un conflicto, siempre veremos en la Universidad la mejor garantía para caminar seguros.Que era necesario pactar lo saben incluso los más reticentes. Cada vez que se afirma que el mal llamado conflicto lingüístico es, en realidad, de naturaleza política, se reconoce implícitamente que la solución pasa por aquí, por la vía política. Efectivamente, la comunidad científica vive en paz y armonía la catalanidad del valenciano, de la misma manera que los que hemos hecho del valenciano la lengua habitual de comunicación no tenemos más conflicto que el que se nos impida usarla. Por esto, el pacto se hace necesario únicamente en el terreno político, y con la única finalidad de dejar el tema en manos de los especialistas. No es mal pacto que los partidos renuncien a sacar provecho. Pero esto está por ver. Si la Académia acabara con el falso conflicto normativo que nos tiene entretenidos, pasaría a primer plano el verdadero conflicto; el del uso social del valenciano. Una especial protección de nuestra lengua, inédita hasta ahora aunque la proclame el Estatuto, obligaría a redefinir políticas lingüísticas y culturales, que además deberían tener una proyección económica importante e incluir una nueva estrategia en lo que se refiere a relaciones intercomunitarias. Sólo con un mínimo consenso sobre todo ello nos aseguraremos un futuro como pueblo, con una identidad propia. Y sin embargo este futuro se nos muestra políticamente muy complicado. El presente nos viene a confirmar que la derecha valenciana, en perfecta sintonía con la española, siempre se ha opuesto con contundencia, sin importarle los medios. Quien conozca la historia no podrá atribuirnos una desconfianza gratuita. Y no se perciben aires nuevos.

La ley de creación de la Acadèmia podría haber servido para expresar la presunta renuncia a la manipulación permanente de la lengua, en tanto que no hay perfiles políticos previstos para sus componentes. Sólo se les exige, de forma inequívoca, competencia técnica y un cultivo reconocido del idioma. Además, la ley proporciona el marco desde donde partiría el trabajo que hubiese que hacer, a saber: la normativa hasta ahora consolidada y el hecho histórico-lingüístico de que compartimos una lengua con los territorios identificados con la antigua Corona de Aragón; un circunloquio si se quiere anacrónico, pero no ambiguo.

Pero todo esto nunca ha sido suficiente. Además, había que ver cuál era la intención -y la práctica- de los partidos políticos. Y ahora se muestra con toda claridad: los partidos lo mismo afirman que se debe cumplir escrupulosamente la ley, como admiten un componente político en el seno de la Acadèmia, aunque se diga que reducido al mínimo. Mínimo o no, presentado además como inevitable, sólo puede significar que persiste la voluntad de mantener un control sobre la cuestión lingüística. Lo cierto es que este control no sólo no existe en la letra de la ley aprobada por esos mismos partidos políticos, sino que si responde ante un poder político, éste no puede ser otro que el actual. Y este poder se caracteriza entre muchas otras cosas porque aspira a ser hegemónico, absoluto, incluso mucho más allá de las instituciones políticas. La sinceridad no es tampoco su fuerte; y su política lingüística le precede.

Es tan absoluto y autoritario que ni siquiera mantiene diálogo alguno con las personas y entidades que más y mejor representan a los sectores sociales comprometidos con la recuperación del valenciano. Mientras tanto, adula y mantiene con sustanciosas aportaciones económicas las extravagancias secesionistas. Es tan poco sincero que a menudo ofrece enseñanza en valenciano que resulta ser en castellano. O avala, usa y abusa de una Televisión Valenciana que es al tiempo ejemplo de la peor basura audiovisual y defraudadora de los objetivos de recuperación del uso de la lengua propia, expresados en su propia ley de creación. Su política lingüística es la que ha merecido reiterados reproches del malogrado Síndic de Greuges, precisamente por no cumplir la Ley de Uso y Enseñanza del Valenciano. Es la misma política que depura libros de texto para introducir adecuaciones léxicas a su gusto, para enmascarar la filiación lingüística del valenciano o para suprimir manu militari el término estatuario de País Valenciano. Es la política que mantiene el 99% de los puestos de trabajo de la Administración Pública al margen de la oficialidad del valenciano.

Por definición, pero también por pura prudencia, la AVL no puede ser un instrumento más en manos de un poder como éste, ni de ningún otro de naturaleza política. El pacto necesario es político, pero consiste precisamente en dejar a los políticos fuera del ente normativo. Pactar forma parte del uso honorable de la política, mentir, no. Mentirnos a nosotros mismos sería además de un error una estupidez.

Vicent Esteve es maestro y sindicalista del STEPV.

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