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El malestar en los barrios JOAN SUBIRATS

Joan Subirats

Proliferan situaciones conflictivas en muchos barrios de Cataluña. No es un fenómeno sólo del área metropolitana. Al lado de los nombres que todos tenemos en la cabeza de Barcelona, Badalona, Santa Coloma o El Prat, aparecen otros barrios en Reus, Manlleu, Terrassa, Mataró o Vic. A los problemas tradicionales de estas comunidades (mala calidad de la vivienda y de los espacios públicos, precariedad económica y laboral, fracaso escolar, problemas de droga y exclusión social), se suman en algunos casos la llegada de personas y colectivos procedentes de otros países que aportan nuevas tensiones derivadas de su especificidad cultural y religiosa.Pero lo cierto es que ese malestar de los barrios sólo emerge en el debate público en forma de crónica de sucesos. La noticia puede ser la muerte de una niña en la Barceloneta o en el Casc Antic, la violencia urbana de este o aquel barrio, los incidentes de Ca n'Anglada, el tráfico de drogas en Can Tunis o el dramatismo de las imágenes de los tejados de Santa Caterina, vinculando miseria y delincuencia. El debate entonces se tiñe de seguridad. La policía se ve llamada a ejercer de cordón sanitario entre la ciudad biempensante y el desorden inquietante de lo que se desconoce. Algo está ocurriendo.

Puede parecer un tema nuevo, pero en muchas ciudades de Europa lleva años planteándose. Hace pocas semanas Le Monde recogía la profunda fractura existente entre las ciudades gueto de la banlieue de París y de otras grandes urbes, y el resto de la sociedad. Los jóvenes de esos barrios esperan ya muy poco de la sociedad normal. Crean su propia dinámica cultural y social. Inventan su propia economía de supervivencia, con pequeños robos y su consiguiente comercio alternativo. Poco a poco las pasarelas entre uno y otro mundo se hacen más estrechas, menos transitables. La mezcla es infrecuente. Y la identidad se busca en ese sentirse aparte. El proceso de degradación de esos barrios, enraizado en una concepción mercantil y culturalmente clasista de la ciudad, los convirtió en espacios de vivienda barata que permitieron la llegada masiva de colectivos emigrantes, junto a un proceso en sentido inverso de salida de los franceses, es decir, de los residentes tradicionales, en busca de mejor calidad urbana. Ello generó aún una mayor cerrazón de unos y otros. En ese contexto, la búsqueda de elementos de identidad específicos, basados en la religión, pero también en la música o en otros signos, es una salida natural.

La respuesta de los poderes públicos en Francia ha consistido en impulsar iniciativas y programas basados en la lógica de la mezcla y de las vinculaciones sociales. Desde hace tres años el Ministerio de las Ciudades es el que sistemáticamente ha obtenido los mayores aumentos. En el proyecto de 2001 aumenta un espectacular 8%. Este mes se aprobará una nueva ley de solidaridad y renovación urbana que pretende regenerar el tejido urbano, impulsando nuevas promociones de vivienda social en todas las grandes ciudades. En paralelo, se gastarán más de 8.000 millones de pesetas para crear 10.000 puestos de trabajo en la figura de los adultes relais (adultos de conexión), con el objetivo de generalizar y consolidar las dinámicas de mediación y de diálogo en los barrios difíciles de toda Francia. Con ello se ultima y consolida un giro copernicano con respecto a las políticas de décadas anteriores, consistentes en airear la periferia con fuertes intervenciones en infraestructura, operaciones masivas de reestructuración con poco o nulo respeto hacia lo existente y subvenciones que trataban de evitar o atemperar las explosiones anímicas.

Aquí puede ser que la situación no sea la misma. Las cosas no tienen aún la dimensión que alcanzan en las grandes áreas metropolitanas europeas. Pero algunos signos nos dicen que algo ocurre. El giro anticatalanista que se está dando en las generaciones más jóvenes, las de los hijos cuyos padres llegaron en los sesenta, nacidos aquí y espectadores infantiles de la transición y de la recuperación de la autonomía, se puede constatar a diario. Pero se ve también en el surgimiento de dinámicas xenófobas y autoritarias. Las políticas tradicionales no funcionan. El posible planteamiento de políticas sociales específicas puede ser percibido como un signo más de estigmatización y división. Se puede pensar que si los barrios en crisis necesitan mediación, conexión y trabajadores especiales, es que con sus habitantes no se puede dialogar directamente; serían considerados de hecho como población aparte.

¿Cómo trabajar en ese campo sin generar dinámicas aún más contraproducentes? Una vez más la respuesta debe partir del mundo local, con el pleno apoyo de las demás esferas de gobierno. La reciente declaración de Manresa sobre emigración, a la que se incorporan la Generalitat, el conjunto de municipios de Cataluña sin distinción de confesiones y las organizaciones no gubernamentales más significativas, resulta un buen ejemplo. Y sobre todo, conviene partir de la propia realidad de esos barrios. Hacer surgir la respuesta desde la propia comunidad. Ello exige menos jerarquía, menos soluciones ad hoc, más humildad. No hay soluciones fáciles para un malestar que tiene raíces profundas en la desigualdad económica, cultural y social.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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