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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Martes 7 de noviembre

Lo que se prometía hace un año como una campaña diferente con personajes diferentes ha concluido en liza electoral clásica, con aspirantes producto de la más pura maquinaria política, y hasta con similitudes sociales acusadas: cincuentones, hijos de familia bien, ricos y telegénicos... Si en algún momento se pensó que la Casa Blanca la disputarían esta vez ejemplares menos tópicos del magma político estadounidense, como Bill Bradley o John McCain, el rodillo implacable del quién es quién ha puesto las cosas en su sitio. A dos días de las elecciones por antonomasia, las encuestas siguen vaticinando la carrera más ajustada de las últimas décadas, incluso tras la filtración de un George W. Bush borracho al volante cuando joven. Y la abstención, de un 50% en 1996, podría batir una nueva marca en los comicios más caros de la historia, en los que también se renovará un tercio del Senado y los 435 escaños de la Cámara de Representantes.En mayor o menor medida, la votación del martes afecta a todos. Es así por los elementos que confluyen en un país de 275 millones de habitantes que en la última década se ha convertido en la sola hiperpotencia del planeta. En términos militares, pero también económicos y -con todas sus formidables disfunciones- culturales. Cabe recordar que no hace muchos años todavía, los gurus predecían que el nuevo superpoder y modelo del cambio de milenio sería Japón. EE UU concentra ingredientes tan exclusivos como su capacidad bélica global, su elevado crecimiento económico sostenido y el predominio científico y tecnológico sobre el que descansa la innovación. Su liderazgo también está en la potencia de sus centros de estudio e investigación o en su condición de crisol de usos y patrones que acabarán dominando América, Europa o Asia. A esto último no es ajeno el ventilador de actitudes estadounidenses que Hollywood significa y casi monopoliza.

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Gore y Bush se disputan voto a voto las elecciones más reñidas en décadas

O el republicano Bush o el demócrata Al Gore administrarán durante los próximos cuatro años esa fuente de poder y ese exceso de riqueza, junto con sus lacerantes contradicciones. Hay diferencias políticas entre los dos candidatos, pero muy pocas de ellas afectan a lo sustancial. Son básicamente de talante. Y es casi inevitable que sea así cuando la cuestión primordial de la elección presidencial es cómo gastar el formidable superávit fiscal que se prevé en los próximos años. Esta anestesiante opulencia, interiorizada por la mayoría, explica en parte la incapacidad de uno y otro para suscitar el entusiasmo ciudadano. Hasta el punto de que muchos bromean ya con su añoranza por el todavía presidente Bill Clinton.

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Los temas domésticos de su discurso público han sido clásicos. Ambos quieren reparar el sistema educativo, reducir impuestos, salvar la Seguridad Social o mejorar las condiciones de los pensionistas. Ambos son partidarios de la pena de muerte. Bush pretende que el Gobierno intervenga menos y quiere recortar impuestos a quienes más poseen. Y moralizar Washington. Gore prefiere establecer prioridades gubernamentales y utilizar los recortes fiscales para ayudar a los desfavorecidos. Pero quizá el tema más decisivo para EE UU, por sus implicaciones en el modelo social, sea el del nombramiento de jueces del Tribunal Supremo, cuyos nueve magistrados vitalicios designados por el jefe del Estado interpretan la Constitución e intervienen decisivamente en todos los aspectos de la convivencia: aborto o minorías raciales, derechos de los homosexuales, pena de muerte o papel de la religión en la vida pública. Por razones circunstanciales, al menos dos de sus titulares serán reemplazados en los próximos años, lo que alterará el aquilatado equilibrio actual entre conservadores y liberales. Y, aquí sí, Bush y Gore harán elecciones opuestas.

Fuera de EE UU, las distinciones entre ellos parecen más claras. Bush ha transmitido la idea, quizá tan exagerada como irreal, de una retirada imperial tras un invulnerable paraguas antimisíles, junto con la reducción del despliegue militar en Europa. Gore, con fama de intervencionista, habla de que los valores definan tanto como los intereses la política exterior del gigante. Los gobiernos europeos prefieren, en consecuencia, al demócrata, pero probablemente no tienen razones de peso para temer un triunfo de Bush. Éste tendría, como cualquier otro presidente, sus manos atadas por el Congreso; que además se perfila como muy dividido. En el resto del mundo se prefiere leer estas diferencias conceptuales entre candidatos en clave local; así, si Europa teme de Bush una retirada precipitada de los Balcanes o un menor compromiso con la OTAN, los países árabes, por ejemplo, ven una amenaza en Lieberman, vicepresidente de Gore y judío practicante. Y todos, aliados y enemigos, contemplan con temor el escudo antimisíles del que el gobernador de Tejas es claro partidario, y el actual vicepresidente, también, aunque éste con más cautela sobre sus consecuencias diplomáticas.

Al final, los estadounidenses se van a acercar a las urnas considerando menos los aspectos programáticos concretos de uno u otro candidato y más el talante exhibido durante la campaña. Es decir, su poso político y personal. Para delicia de apostadores, las incesantes encuestas sugieren que los votantes tienen serias dudas sobre las condiciones de ambos, y que van a pronunciarse, sobre todo, por el carácter manifestado por Bush y Gore para desempeñar a partir de enero el cargo público más relevante del mundo.

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