Per sepulcra regiorum ANTONI PUIGVERD
Los muertos, al menos los más próximos, perviven durante cierto tiempo entre los vivos. Durante los primeros meses, parece que estén de viaje. Sin darse cuenta, uno tiende a pensar en ellos como si estuvieran muy lejos, sí, aunque no irreversiblemente desaparecidos. Hace unos meses murió mi padre y, a veces, cuando estoy muy distraído o concentrado en mis cosas, pienso que tengo que llamarle por teléfono para saber cómo está. Mis hermanos me dicen que ellos también sufren parecidas confusiones. Hace tres años que mi cuñado murió de cáncer y sus risas se oyen, todavía, entre nosotros, con más fuerza que cuando solía visitarnos. El otro día busqué el teléfono de una amiga, la escritora M. Àngels Anglada. Estaba preparando una conferencia sobre su obra y me atasqué en un detalle. Instintivamente decidí que ella podía resolvérmelo en un periquete. Y abrí la agenda. Hace ya más de un año que ha muerto."Conozco a más de 3.000 muertos", dijo el arquitecto e historiador García Espuche al presentar su monumental e innovadora historia catalana de los siglos XVI, XVII y XVIII. Sus muertos son remotos. Puede que no sepa cómo eran físicamente: si rubios, flacos o con marcas de viruela. Pero en su compañía ha pasado incontables horas de intimidad en los archivos, siguiendo el rastro de cada uno de ellos en diversas ciudades, reconstruyendo sus actividades, viajes, propiedades y vínculos. Gracias a la febril actividad que estos 3.000 muertos realizaron en vida, sabemos que es económicamente falso el tópico que presenta una Cataluña decadente durante estos siglos llamados "oscuros". El caudal de información que Espuche posee sobre todos estos muertos es muy superior -según el mismo contó- al que posee sobre la mayoría de los vivos con los que se relaciona habitualmente. Sabemos que Martín de Riquer (¡felicidades, maestro!) mantiene relaciones de familiaridad con una no menos ingente cantidad de muertos. El insuperable romanista se encuentra como pez en el agua junto a sus difuntos. No todos son escritores célebres, como Cervantes o Martorell, asumidos por la memoria general. La mayoría de ellos son escritores poco reconocidos. No hace mucho, por ejemplo, pensando en los problemas del País Vasco, estuve releyendo el perfil que De Riquer traza de Pere Torroella o Torrelles, un ampurdanés, escritor bilingüe del siglo XV, que pasó su juventud en la corte navarra de Carlos de Viana, hijo y rival del rey catalán Joan II (un escritor que me interesa porque su bilingüismo es anterior a la España de los Católicos). Pues bien: aun cuando las noticias documentales sobre este personaje son confusas, la semblanza que trazó de él Martín de Riquer en 1964 es tan colorista, vigorosa y amena que consigue rescatarlo de entre los muertos anónimos y sin perfil hasta convertirlo en un tipo de vivísima estampa.
De todas maneras, no hace falta ser un sabio para intimar con los personajes del pasado. Los escritores muertos con quien uno, por simple devoción, dialoga acaban convirtiéndose en fieles compañeros de viaje. Pocos amigos me acompañan en los momentos de zozobra con mayor eficacia que el taciturno y tenso Ausiàs Marc, cuyas contradicciones tanto me recuerdan las mías. En uno de los sus más radicales poemas, relata Ausiàs Marc, precisamente, el deseo de visitar un cementerio. Mientras las demás gentes, en un día festivo, se solazan oyendo las pomposas misas o disfrutando de los vistosos torneos, el poeta evoca los sepulcros y la compañía de las "ànimes infernades". Ausiàs Marc, poeta del siglo XV, no es un morboso romántico, sino un amante desesperado y cínico que, en este poema, desea provocar la compasión de una novia suspicaz ("lir entre cards") presentándose como un gemelo de los muertos. Traduce Pere Gimferrer: "Cada ser busca a quien se le asemeja; / así rehúyo el trato de los vivos./ Esquivos son a imaginar mi estado,/ pues se espantan de mi cual de hombre muerto". En la Edad Media, la muerte era algo corriente, muy visible y común. No encerraban los cadáveres en los ataúdes, los envolvían con vendas y dejaban la cabeza a la vista de los transeúntes. La reiterada presencia de los muertos en las calles de los vivos era inquietante y angustiosa. Eran el espejo siniestro de la vida. Nuestra civilización, fundada por Walt Disney, ha eliminado estos temores con el expeditivo sistema de borrar a los muertos de nuestras vidas. Hoy en día, sólo los médicos, las enfermeras, los curas y los empleados de la funeraria mantienen frecuentes relaciones con ellos. El resto de la población los ignora completamente hasta que un amigo enferma o un familiar fenece en un accidente. La muerte ha desaparecido de nuestras vidas. La hemos convertido incluso en un parque temático: el cine y la literatura de terror, herederas de la fascinación romántica, permiten enfrentarse a ella de manera provisional, ociosa y liberadora.
Y sin embargo, los muertos existen. Más allá de los juegos de terror, naturalmente. Están entre nosotros. Reposan en los libros, en los archivos, en los cementerios. Habitan en la memoria de los que seguimos viviendo. Si dejaron afectos muy intensos, su perfume se evapora lentamente. Si dejaron agravios o problemas, se agitan en nuestras cabezas como una migraña que una aspirina no resuelve. También aparecen en las noches de insomnio. No para imitar a los creadores del parque, con su terror de baratija, sino para manchar el pijama del alma con el tinte de la tristeza. De repente uno se da cuenta de que todo el mundo tiene un cuñado que murió de cáncer antes de los 40. A veces los muertos dejan una mancha imborrable. Uno puede disimularla, pero ahí está.
Tradicionalmente, recordamos a los difuntos cuando la caída de las hojas y la oscuridad de la tarde confirman, al llegar el mes de noviembre, la proximidad del invierno, que, en el ciclo anual, simboliza la muerte. En el cementerio de mis padres pensé que no hay jardines más apacibles, hoy en día, que los cementerios. Y recordé el jardín más bello de Roma: el cimitero acattolico, situado en el barrio del Testaccio, bajo el monte Aventino. Allí reposan, junto a la Pirámide Cestia, las cenizas de Antonio Gramsci y de los poetas ingleses Shelley y Keats. No hay en Roma lugar más agradable y tranquilo.
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