El club de la lucha RAMÓN DE ESPAÑA
En marzo de 1999 se publicaba en España la novela del norteamericano Chuck Palahniuk El club de la lucha, que, como era de esperar, fue obviada por nuestros críticos literarios más cejijuntos. El club de la lucha se inscribía en ese peculiar subgénero narrativo cuyas tramas giran en torno a un grupo de personas, generalmente jóvenes, que un buen día se dan cuenta de que el mundo da asco y deciden obrar en consecuencia. Ese subgénero ha dado obras tan dispares como Los siete locos, de Roberto Arlt, y Los demonios, de Fiódor Dostoievski, tal vez la mejor de todas gracias a su personaje central, el desquiciado príncipe Stavrogin. El Stavrogin de El club de la lucha se llama Tyler Durden y es un personaje inventado por el narrador para que haga las cosas que él no se atreve a hacer. Gracias a Durden, una pandilla de revolucionarios hartos de sus vidas vacías se dedican a arruinar cenas de alto copete, secuestrar empresarios sin escrúpulos o poner bombas en las cafeterías Starbucks o las tiendas de muebles Ikea. Evidentemente, todo acaba como el rosario de la aurora, pero el lector se queda con la gozosa impresión de haber asistido a una especie de delirio propio del Dalí que, en los años veinte, clamaba por la destrucción del barrio gótico barcelonés.He pensado bastante en Tyler Durden últimamente, a raíz de las batallas campales de Seattle y Praga, la persistencia del movimiento okupa y la creciente intolerancia del sector nacionalista del estudiantado universitario catalán. Y en ninguna de esas actitudes rebeldes he visto la sombra del señor Durden. La busqué, hace unas semanas, en la entrevista que le hacía Lluís Amiguet en La Vanguardia a John Zerzan, esa especie de unabomber antiglobalizador al que algunos adjudican la paternidad de las nuevas algaradas alternativas, y nada: su discurso es de una banalidad desoladora, e incluso habla bien de José Bové, ese demagogo bigotudo de nariz colorada (¿sobredosis permanente de tintorro, tal vez?) que tanto me recuerda a aquellos maulets que rompían las lunas de los restaurantes McDonald's a los raciales gritos de "¡butifarra sí, hamburguesa no!".
Soy consciente de que una cosa es la literatura y otra la realidad, pero también creo que tengo derecho a pedirle a esa realidad que, a la hora de plantear una revolución, por modesta que sea, lo haga de una forma más estimulante. Ya sé que a nuestros psuqueros de pro les encantan los okupas, los hooligans de la antiglobalización, los estudiantes airados y cualquier colectivo que les recuerde lo que fueron, o creyeron ser, en su juventud. Pero me parece que se conforman con muy poco. Estoy convencido de que tirar piedras a la policía es una de las cosas más divertidas a las que se puede consagrar un adolescente, pero convertir esa actividad esporádica en un trabajo a tiempo pleno ya no resulta tan interesante.
Tal vez porque el enemigo se ha hecho muy difuso. Combatir el franquismo era algo tan evidente como intentar hoy echar de una vez al sátrapa de Milosevic, pero tomarla con el Fondo Monetario Internacional, sin duda temible pero excesivamente abstracto, abre las puertas de la sublevación a ese grupo de sociópatas juveniles que ha fabricado nuestra sociedad del bienestar durante los últimos 20 años. Sociópatas que, creyendo atacar el orden establecido, no son más que una excrecencia de él.
Nuestra aburrida y tolerante sociedad ha fabricado a los modernos sociópatas que se infiltran en movimientos confusos pero bienintencionados. Siempre hay alguien que intenta comprenderles, especialmente si no le rompen los cristales del 4 x 4 ni le okupan la masía. Todo en aras de revivir el Mayo del 68, el verano de las flores o cualquier otra efeméride colectiva. Hoy día, si no aspiras a algo teóricamente solidario y colectivo, eres directamente un inútil.
De esta manera, nos las hemos apañado para dividir a la juventud entre los solidarios y los egoístas. Los primeros, del simpático cooperante al molesto sociópata, son estupendos. Los segundos, aunque sean personas con las ideas muy claras que tienen cosas mejores que hacer que subirse a un autobús para ir a Praga a romper cristales, son unos vendidos al capital.Nuestros izquierdistas biempensantes han convertido al joven individualista en el Patrick Bateman de American psycho, en un yuppy mezquino que se abre paso por la vida a puñaladas. Cuando el individualismo bien entendido es, en la época de los sociópatas y de santones como John Zerzan, una de las pocas posibilidades de salvación.
Recordemos lo que dijo George Harrison aunque sea un poco cursi: si cada de uno de nosotros hiciera su propia revolución personal, no harían falta las revoluciones colectivas. Puede que el sociópata medio no tenga nada mejor que hacer que ir por ahí rompiéndolo todo, pero hay mucha gente de su edad que, en estos momentos, está intentando escribir una buena novela, convenciendo a un productor para que le financie un corto o reuniendo a los miembros de su banda de rock and roll. ¿Egoístas aquellos a los que les da lo mismo lo que haga con todos nosotros el Fondo Monetario Internacional, cuyos dirigentes son, sin duda, personas con las que uno nunca se iría a cenar? No exactamente. Más bien, gente joven que cree en sí misma y que se las apañará para imponer su presencia a la sociedad sin tener que vivir en una ruina con otros cuarenta individuos y sus respectivos perros pulgosos.
Esta gente también forma parte de un peculiar club de la lucha, el club en que entras de joven cuando descubres que no quieres ser un borrego más o hacer lo que se espera de ti. Si los miembros de ese club consiguen hacerse oír por esta sociedad hostil, acabarán proporcionando sosiego mental a quienes consumamos sus obras, con lo que su actitud habrá resultado más solidaria de lo que parecía en un principio.
Chuck Palahniuk plasmó en El club de la lucha una revuelta más estimulante que la de nuestros modernos sociópatas. Tal vez porque a la hora de contar con un referente, Fiódor Dostoievski resulta bastante más interesante que el Cojo Manteca.
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