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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vacas escondidas

El rosario de negligencias cometidas por el anterior Gobierno británico en las fases iniciales de la epidemia de las vacas locas constituye un ejemplo de las fatales consecuencias que trae consigo el miedo de las administraciones a optar por la transparencia en casos de alarma sanitaria. El comité de expertos independientes que, por encargo del actual Ejecutivo laborista, ha estudiado durante dos años los mecanismos institucionales puestos en marcha ante los primeros signos de epidemia ha demostrado cómo el afán de no inquietar a la opinión pública llevó a los responsables sanitarios británicos a infravalorar datos cruciales aportados por los científicos y cuya difusión habría permitido atajar la expansión del mal, aunque hubiese aumentado una inquietud que a la postre se desbordó precisamente por esa falta de reflejos. Cuando el Gobierno británico reconoció que la extraña enfermedad detectada por primera vez en 1984 era capaz de saltar la barrera de las especies y matar a humanos habían pasado 12 años, la carne de vacuno se había vendido por miles de toneladas y una decena de británicos habían muerto por la variante humana de la encefalopatía espongiforme bovina. Desde entonces, la extensión del mal, que se transmite a través de la ingesta de una proteína defectuosa presente en las vacas enfermas, ha seguido imparable. Pese al sacrificio de millones de reses, Alemania, Francia, Portugal, Bélgica, Dinamarca, Italia, Luxemburgo y Holanda han registrado casos de animales enfermos. En el Reino Unido han muerto 75 personas, y en Francia, otras dos. Las proyecciones científicas más serias mantienen abierta la posibilidad de un crecimiento de la enfermedad en los próximos años.

Se trata indudablemente de un campo abonado para el alarmismo y la exageración, pero los "retrasos inaceptables" y la "cultura del secretismo" de la Administración británica, que se refugió en el posibilismo para ofrecer durante años una versión tranquilizadora de la realidad, han alimentado una desconfianza que ha dado argumentos a un Gobierno como el francés para mantener el veto a la carne de vacuno británica, pese a su levantamiento por la UE. No hay duda de que la propia configuración del mal, cuyo mecanismo de infección tardó años en ser confirmado por la comunidad científica, oscureció los elementos de juicio y retrasó la toma de decisiones. Pero el comité de expertos, aunque reconoce que en ningún momento se mintió a la opinión pública, destapa la falta de interés y rigor de los altos funcionarios a la hora de velar por el cumplimiento de las normas de seguridad e higiene en los mataderos y ganaderías británicos, principales afectados económicos de la crisis.

Este tipo de negligencias, además de azuzar las sospechas sobre la debilidad del Ejecutivo conservador ante la poderosa industria cárnica británica, da fe de un grado de ineptitud difícilmente aceptable. Por ello, la decisión del Gobierno de Tony Blair de evitar la búsqueda de culpables y aumentar los esfuerzos en la vigilancia sanitaria y alimentaria puede tranquilizar ahora a parte de la opinión pública y la oposición británicas, pero deja indemnes a quienes por sus errores no hicieron todo lo que estaba en sus manos por evitar la expansión de la enfermedad.

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El caso de las vacas locas, como los de la sangre contaminada en Francia y otros sufridos en España, recuerda de nuevo que la actuación de la Administración, sobre todo en casos de salud, ha de estar regida por la prudencia, pero también por la transparencia. Obviar datos preocupantes en nombre de un bien común cuando está en peligro ese bien común es tan mala medicina como ocultar al enfermo su mal.

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