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La ley de la cornucopia infinita

Sería demasiado contraproducente, por pedantesco, iniciar un artículo de prensa con la mención a la obra ingente del filósofo polaco Leszek Kolakovski. Lo que importa es que este ilustre personaje de la cultura del siglo XX enunció en su día una ley que no tiene carácter científico pero a la que la evidencia empírica permite atribuir la condición de factor explicativo de muchas realidades políticas. La denominó la "ley de la cornucopia infinita" y se concreta en los siguientes términos: "Nunca escasearán argumentos para respaldar cualquier doctrina que se desee creer por las razones que sean".Leídas esas líneas parece evidente que son de aplicación a la política española. Resulta manifiesto en el caso del País Vasco pero también en el del conjunto de la actitud del PP respecto de los nacionalismos periféricos. Frente a lo que parece pensar Aznar, la posición de una parte de la dirección del PNV no se basa en una perversión innata sino que admite otras interpretaciones más simples: puro empecinamiento del "no enmendalla" y radicalización senil al modo de Largo Caballero. Al PP cabe achacarle haber puesto en práctica la ley de la cornucopia infinita: esgrime el pacto de Estella cuando se le ha certificado su defunción, no quiere ir a la manifestación que convoca el adversario político cuando éste acude a la propia y promete el espejismo de una solución mirífica en cuanto haya una alternativa política en Euskadi, posibilidad que, como poco, resulta inverificable. Parece que no hay esperanzas de que el argumentario popular se agote, por eso Kolakowski calificó a la cornucopia de infinita. El filósofo polaco indicaba que el número de argumentos es inacabable si "se desea probar" algo. De la actitud del PP lo que se trasluce es la creencia -no la idea- de que los males de España derivan del nacionalismo periférico y que con un poco de firmeza y decisión, ahora que existe una mayoría absoluta, será posible disiparlos. Se pensará que eso vale sólo para el País Vasco, pero un ejemplo de esta semana basta para desmentirlo: el pleno del Parlamento catalán ha votado, con la única oposición del PP, una resolución pidiendo que los jueces actuantes en la Comunidad sepan hablar catalán. Esa propuesta es lógica, funcional y constitucional; negarse a ella quita credibilidad al catalanismo de Piqué pero, sobre todo, hace pensar de nuevo en esa creencia de fondo del PP. A estas alturas no cabe dudar de que se trata de un nacionalismo españolista, que puede resultar lógico y racional porque la España del último tercio de siglo ha hecho muchas cosas bien, pero que está profundamente errado en la dirección adoptada. Lo malo no es el españolismo en sí sino que resulta pasadista, empeñado en las glorias filipinas y carolinas, y reactivo pues consiste en calificar a Arana como un pobre imbécil. Pienso que España es bastante más que eso.

Dos consecuencias graves tiene esta actitud. En primer lugar le impide al PP acercarse al centro político en la periferia. En estos días Durán ha esbozado una actitud autodescrita como catalanista, más que nacionalista, que le podría convertir en socio y que ratifica una general tendencia rectificadora de la que hay más indicios. Ser centrista consiste en creer que el pacto es un modo habitual de gobierno pero el PP, que ahora tiene un gobierno mejor que el anterior, parece empeñado en dificultarse esta posibilidad. En segundo lugar, la creencia de fondo del PP le lleva a emplear una gruesa artillería verbal que provoca una conflictividad de alto voltaje para luego concluir en casi nada. No acaba de saberse en qué consiste la reforma de las Humanidades: es muy probable que tan sólo se haya parido un ratón, y que ni siquiera esté bien parido: por el solo hecho de no contar con los nacionalismos desde el principio podemos tener gresca gratuita e inacabable. El Gobierno, en suma, debiera recordar que no sólo existe la ley Kolakowski. Aristóteles dijo que el esfuerzo inútil produce melancolía y ése parece el destino de este rumbo que se ha marcado.

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