Cultura de la subvención PILAR RAHOLA
¿Por qué la palabra comedora evoca con tanta naturalidad al mundo de la cultura? Parecería que en esta Arcadia feliz de nuestros 20 años pujolianos sólo los culturales han estado en nómina, y sin embargo no es así. La política de la subvención ha sido una práctica tan habitual que ha impregnado todos los estamentos sociales de Cataluña, desde peñas flamencas hasta gremios comerciales. Allí donde no llegaba planificación o gestión acostumbraba a llegar la mano santa del dinerito anual, a menudo en forma de regalo, a menudo en forma de gesto. Es decir, en forma de política de despacho, y no de política de gobierno: opacidad, amigueo, servicio, y no proyecto. Y no entro, de momento, en zonas más opacas como el desvío de dinero para fondos sociales que últimamente nos entretiene. No entro porque eso ya no es política de la subvención, eso es directamente corrupción.Mantengo, pues, las dos tesis: la comedora ha formado parte del engranaje esencial de toda la sociedad civil catalana, y al mismo tiempo es casi un ítem particular de la sociedad cultural. ¿Viven los creadores del maná divino que raja, cual fuente bipolar, de los dos lados de la plaza de Sant Jaume? Desgraciadamente no, y digo desgraciadamente porque, puestos a prostituirse, habría estado bien hacerlo al completo. ¡Que nos pague la obra el bueno de Pujol, diría la clase obrera escribiente con comprensible entusiasmo! Pero la cultura de la subvención es mucho más sutil y a la vez más rastrera: compromete pero no libera, paga, pero no lo suficiente. Es decir, escritores, teatreros, cineastas, músicos, etcétera, han sido ayudados lo suficiente para ser necesariamente agradecidos -y sabemos cómo devora la capacidad crítica la obligación del agradecimiento...-, pero no hasta el punto de, nómina en mano, ser liberados. Que si ven a verme y te daré la subvención, que si formarás parte de un consejo asesor -económicamente bien asesorado-, que si necesito tu capacidad intelectual en mi consejería, que si serás el guionista de esa serie de TV-3... ¿Puedo decir que en la Cataluña de Pujol se ha intentado comprar, y encima comprar barato, al mundo intelectual, y casi se ha conseguido? Puedo. Una ayudita aquí, un consejo asesor allá, una cuota de pantalla... y han conseguido tener muda a eso que llamamos la intelectualidad. ¿Existe? Existe, pero vive en silencio su existencia subvencionada. Y es que la subvención connota siempre una advertencia: hoy la tienes, pero hay que fichar en el lado correcto, o mañana se pierde... Y como somos humanos y nos gusta gustarnos, al fin hemos percibido el compadreo de la cultura con el poder como si fuera un signo de relación entre amigos, y no una situación de dominio y dependencia. Es decir, somos amigos del consejero de turno... y no siervos.
Creo con sinceridad que tenemos un mundo cultural literalmente planchado, tan políticamente correcto que casi cualquier escritor puede ser consejero de la cosa, o a la inversa. ¿Espíritu crítico? ¿Transgresión? Aquí sólo hay la transgresión de Pavlovsky cuando se pone magnífico (porque Boadella lo hace, pero su transgresión sólo es hacia un lado, y eso tampoco vale). Salvo excepciones, el resto aspira básicamente a los tres estadios de la gloria: a) conseguir la ayuda; b) conseguir una buena foto de poder en la primera línea de la presentación, inauguración, estreno...; c) tener un adecuado nivel de cuota de pantalla. Somos tanto un pueblo que podríamos reivindicar la invención de la aldea común. Talmente la política y su sucedáneo el Parlamento, la cultura también forma parte de la comida de Navidad: ¡qué amigos somos todos de todos! ¡Y qué pereza inmensa pelearnos demasiado!
Y una que pensaba que la cultura estaba para eso, para cabrear adecuadamente...
Pero la política de la subvención ha sido tan demoledora en la capacidad crítica de la cultura como lo ha sido en la vitalidad de nuestra sociedad civil. ¡Ah, la sociedad civil! Bucólico concepto, monina expresión... excelente engaño. Leía en uno de esos libros de mirada extranjera, tan útiles para enderezar entuertos propios, que el nacionalismo catalán era, de todos los nacionalismos que se hacen y se deshacen, el que más ha abusado en su teórica del concepto de sociedad civil, y el que más lo ha destruido en su práctica. ¿Tenemos sociedad civil? ¿Dónde? Pongamos un ejemplo bonito: el mundo comercial. Un país que tiene una primera dama que dice ser su primera botiguera, debe tener un comercio activo y crítico. Sin embargo, la mayoría de las organizaciones han actuado con una tal complicidad con el poder, cuya subvención era básica para la subsistencia, que se han dejado colar goles tan immensos como el mapa de grandes superficies de Cataluña. Y cuando suena el silbido y toca cena de comerciantes con Pujol, todos firmes, que hay que poner unos miles de botiguers ante la primera familia botiguera. ¿Es importante el salón Gaudí, con su proyección internacional y económica? Quedamos en que sí. Pues bien, nunca ha tenido estabilizado un presupuesto, ha padecido todo tipo de opas hostiles de la Pasarela Cibeles -que sí lo tiene- y siempre ha estado a punto de ahogo. Lejos de resolver el problema por la vía lógica del acuerdo transparente, el bueno de Flaqué lo ha ido resolviendo a golpe de teléfono, que para eso el presi, cual padre padrone, es un protector y un amigo. Es decir, en lugar de un presupuesto, un favor, un regalo...
Organizaciones culturales, folclóricas, sociales, casi nadie se ha escapado de esa mordaza que los ataba al poder -a menudo a los poderes, y ahí tenemos algunas asociaciones de vecinos- y los inutilizaba para la dinámica social. Creo que podemos decir que, a golpe de talón, nuestra sociedad civil es la más nombrada de la historia y la menos efectiva. Espejismo de nuestros días de retórica brillante y héroe de nuestra memoria épica, hoy la tenemos tan dormida como el propio país, hirviendo feliz, con el resto de la sopa, en el feliz baño maría. Veo lejos el momento de poseer un cuerpo crítico audaz y efectivo, como veo lejos el momento de poseer una intelectualidad transgresora. Y sin embargo, ¡cuánta falta nos haría!
¿Acabaremos con el compadreo parlamentario?, me preguntaba no hace mucho. También habrá que preguntarse por el fin del compadreo social. Porque si uno amordaza el Parlamento, el otro permite la mordaza, la sostiene y la consolida. Por eso Cataluña es un oasis de paz: respira la honda y feliz paz de los cementerios.
Pilar Rahola es periodista y escritora. pilarrahola@hotmail.com
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