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Hortelanos

ESPIDO FREIRENo tiene nada que ver con vivir o no vivir en ciudades, con la riqueza ni la pobreza de la región, con el clima o las condiciones, ni siquiera con la educación ecológica del mismo. Existen países en los que se da la huerta, y países en los que no. No hablo, por supuesto, de las grandes extensiones, o del huerto de pura supervivencia, sino de ese pañuelito de tierra particular, delimitado y propio, en el que se cultiva, por el placer de hacerlo, cualquier producto vegetal.

Puede ser de ñames o de nabizas, con algún naranjo o con una cerca cubierta de groselleros, y puede cultivarla un ecologista o un jubilado que ha ido robando espacio a la vía del tren. A veces se les incorpora un pequeño chamizo, o unos bidones en los que se guardan las herramientas. Los más sofisticados incluyen una suerte de invernadero con plásticos, o con planchas de metacrilato, para proteger los brotecitos tiernos.

Esta era, y sigue siendo, tierra de huertas. De caserío. De doble jornada durante mucho tiempo, la fábrica o la tienda y el caserío por las tardes, o luego cada vez más relegado al fin de semana. Primero caían los animales, que devoraban tiempo y esfuerzo, y luego los cultivos extensivos, y al final, como superviviente frente a los tiempos de riqueza y de supermercado, quedan las huertas, los viernes o los jueves dedicados a las lechugas y a pelearse contra los pulgones.

Poseer una huerta es poseer la tierra, formar parte de una esencia que no se transmite por la sangre, sino por el aire, y los riachuelos, y los abonos que cuidadosamente se escogen. Cuando se abandona una tierra que se ha cultivado, la sensación es la misma que la de olvidarse de la tumba de un hijo. Cuando los dioses griegos castigaron a la humanidad con el diluvio universal, la tierra se pobló de nuevo cuando los dos únicos supervivientes arrojaron piedras a sus espaldas. Se siembran patatas y se limpian de tierra con el mismo ademán con el que se lava a un recién nacido.

Y cuando se conmina a alguien a que luche por su patria, se invoca sin decirlo los nombres de los hijos que se plantaron y no nacieron, los gestos inútiles, las noches estériles con hombres y mujeres de los que no hubo fruto: se menciona, sin saberlo, la frustración de no haber sido poderosos, de no haber dominado la naturaleza y los recursos lo suficiente como para encontrarse en una posición de fuerza y poder conquistar nuevas tierras, en lugar de defender la propia.

Se trae a colación la frustración del maíz que arruinó el cornezuelo, o de los rábanos que, tras tanto tiempo, fueron incomibles porque les atacó el bicho, o de las cerezas picoteadas. Vuelve a la mente el tiempo perdido trabajando honradamente, y la terrible sensación de pérdida que se sentiría si eso nos lo arrebataran.

Los judíos no debían poseer tierras, y por ello aprendieron oficios, se convirtieron en gente nómada y nostálgica, pacífica y sin raíces. Llevaban puestos sus valores. Cuando apareció la tierra, el conflicto, el dolor de siglos errantes afloró también.

Habría que cuidar el tema de las huertas, como habría que dedicar atención a tantos otros. Cuando se tratan los problemas en las capitales se olvida con facilidad que nos hicieron creer que estábamos hechos de barro, y que es, por tanto, la tierra lo que importa. La gente no mueve un dedo por muchos derechos, por muchas causas, o por las palabras vacías que se derraman sobre sus cabezas; pero matarían, se armarían hasta los dientes y lucharían si alguien viniera a arrebatarles su trocito de tierra, sus tardes de primavera cavando, sus esperanzas para el otoño, sus sueños del invierno.

Se olvida que las revoluciones se han llevado a cabo prometiendo tierra. Ahora no se habla de tierra, sino de patria. O de idioma, o de identidad, o de sabe Dios cuántas cosas que rodean y se entrelazan con esta idea. Pero ésta, no conviene olvidarlo, sigue siendo zona de huertas.

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