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El flamenco universal de José Granero

La reciente edición de la Bienal de Flamenco de Sevilla ha vuelto a poner en crudo algunos de los problemas que aquejan a esta música extraña y maravillosa. Entre ellos, los de promoción y mercadeo, apoyo oficial, implantación en el sistema educativo, y un largo y viejo etcétera. Pero ninguno comparable al de la falta de buenos coreógrafos. Hoy, justamente cuando el flamenco tienta tan a menudo las dimensiones de gran espectáculo, opinan los expertos que la ausencia de verdaderos maestros del movimiento en escena puede estar afectando a su raíz misma. En la XI Bienal hemos visto, en efecto, cómo se exprimía a muchos excelentes bailaores y bailaoras en un soliloquio extenuante, a falta de mejor cosa que hacer con ellos. Y eso no es verdaderamente coreografía. Muchas veces sentimos el cansancio del artista como propio y llegamos a desear que acabara cuanto antes.

Como si algo de este problema viniera barruntando, la periodista Marta Carrasco -casi sevillana, entre antecedentes familiares y larga permanencia en esta ciudad- acaba de regalarnos un hermoso libro: El mestre José Granero. Se trata de una oportuna biografía, en edición bilingüe (castellano y catalán), con apuntes literarios y fotos de gran calidad, de quien es uno de nuestros más reputados coreógrafos.

Suyas son, entre las últimas, una inolvidable Medea (1984), con música de Manolo Sanlúcar, interpretadas en distintas ocasiones por Manuela Vargas y Merche Esmeralda; Mujeres(1996), con Cristina Hoyos, entre otras. Además de unas soleares y bulerías para el Ballet Nacional, La Petenera y el Sur, para Manuela Vargas, o Reencuentros, para la compañía de Antonio Márquez.

Pero lo más interesante, para esta reflexión de hoy, es que José Granero ni es español de origen ni puede decirse que el flamenco sea su actividad profesional dominante. Nació este veterano coreógrafo en 1936, en Buenos Aires, hijo de unos emigrantes tampoco españoles (el padre era rumano y la madre vienesa). Su formación fue el piano y la danza clásica, con Michael Brovoski, Roberto Giachero (asesinado por la dictadura argentina) y más tarde con Alicia Alonso.

En su etapa norteamericana estudió en la escuela del New York City Ballet, y danza contemporánea con Martha Graham. Su contacto con la clásica española le vino, naturalmente, de la mano de Pilar López, pero no se acercó al flamenco propiamente dicho hasta finales de los cincuenta. En la ciudad de Miami tuvo que hacer la más difícil elección de su vida: entre West Side Story, para la que ya estaba seleccionado, o la compañía de los mejicanos Manolo Vargas y Roberto Ximénez. Eligió lo segundo, es decir, la raíz hispana.

Estamos, pues, ante un caso relevante de formación flamenca tardía, pero de larga impregnación por las formas, apoyada en una educación dancística de alto nivel y por múltiples espacios concomitantes. "El ambiente español propiciaba toda una cultura que dejó en la Argentina un poso importante, con escuelas de danza, centros, culturales...", escribe Marta Carrasco. Entre ellos, "había muchos tablaos flamencos". Todo un ejemplo de cómo nuestra música, en tanto que arte total, transita por los más insospechados caminos del aire y prende donde menos se espera, pero se le necesita.

La oportunidad de este libro es tanto mayor cuanto por las opiniones que el propio Granero vierte acerca del problema fundamental que venimos denunciando: "Hoy día, los maestros se ocupan en general de enseñar mucho zapateado, pero no trabajan el ritmo ni los brazos. Sólo los pies. No hay sutileza en el baile, y la sensibilidad es escasa".

O estas otras: "Muchos bailarines funcionan como máquinas y, claro, nunca fallan. No llegan a transmitir al público. Solamente se ejercitan". "Al público creo que hay que educarlo, no confundirlo dándole fanfarrias". "El baile no puede convertirse en una competición de los cien metros lisos". "Muchos bailarines se autodirigen y creen que ya poseen la llave de la sabiduría". "Los verdaderos flamencos son muy pocos". Para qué más comentarios.

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