Un intelectual pide disculpas
Cuando se dice "los intelectuales" todo el mundo sabe más o menos de quién se habla: de unos tipos que han descollado como escritores, artistas, científicos, filósofos...; que intervienen en el debate público sobre cuestiones no relacionadas directamente con su oficio, y que son escuchados no tanto por su autoridad sobre el tema a debate como por la excelencia de su obra. De manera que para ser señalado como intelectual no basta con ser, por ejemplo, un gran novelista, sino que además hace falta firmar un manifiesto sobre, por ejemplo, la guerra de Kosovo, y luego es preciso que haya gente dispuesta a escuchar esa palabra no sólo por lo que dice, sino por la fuente de la que emana.Personaje del siglo XX, el intelectual irrumpió en escena creyéndose, frente al político, depositario exclusivo de valores universales. Luego, las luchas del periodo de entreguerras obligaron a tomar partido, a "traicionar" su pretendida pureza y a ensuciarse las manos. Se las mancharon en la seguridad de que su compromiso -como comenzó a conocerse esta actitud típicamente intelectual- iba en el sentido de la historia. De ahí la superioridad olímpica con que los comprometidos por excelencia -Barrio Latino, París, finales de los cuarenta- lograron cohonestar humanismo y terror, lógica de la historia y purgas estalinianas. Cuando les estalló el Gulag en las narices, tras pretender inútilmente mirar a otro lado, la misma idea de compromiso cayó en el peor descrédito.
Tanto cayó y tan identificados llegaron a estar los dos conceptos -intelectual y compromiso-, que últimamente se les había dado por desaparecidos. Dónde están los intelectuales fue pregunta corriente en los años ochenta, cuando se puso de moda hablar de su silencio. Razones tenían para no gritar demasiado: las catástrofes provocadas por los nacionalismos y los comunismos, últimas religiones políticas a las que habían prestado su voz, y el correlativo triunfo de la democracia les dejaron un tanto descolocados. Murió Sartre en la estela del 68 e hizo mutis el gran intelectual, aquel que por publicar un artículo o impartir una conferencia promovía un alboroto.
Y de pronto, un intelectual levanta entre nosotros la mano y, sin empujar, nos dirige un llamamiento. Si no fuera porque la voz compromiso evoca una circunstancia histórica con la que él nada tiene que ver, se diría que la reciente llamada de Savater es como el retorno del intelectual comprometido. Pero Savater no es, por fortuna, un Merleau-Ponty cualquiera: no sabe nada de la lógica de la historia, ni le importa; si fuera especialista en algo, lo sería en saberes negativos: sabe lo que de ninguna manera se puede hacer: matar, extorsionar, humillar, quemar a este hombre, a esta mujer, irrepetibles, únicos. A este respecto, no le cabe la menor duda, ni se le ocurre, como a otros filósofos, andarse con distingos, escurrir el bulto diciendo que las cosas son más complejas de lo que parecen. Savater va al grano: cuando alguien que va desarmado recibe un tiro en la cara, las cosas son exactamente lo que parecen.
Pero que no deba ser confundido con el comprometido estilo años cuarenta no quiere decir que no sea un intelectual, y de los grandes, si decirlo así conserva algún sentido. ¿En qué se nota? En que muchos, después de leer su Perdonen las molestias, supieron que no quedaba escapatoria: que no había más remedio que ir a San Sebastián o adherirse a lo que allí ocurría. Inauguraba así Savater un nuevo modo de presencia del intelectual en la esfera pública: no es el dolorido, como el protestón Unamuno; ni el pedagogo social, como el selecto Ortega; tampoco el de partido, como el político Azaña, o el que se toma por conciencia moral de la sociedad, como el católico Aranguren. Savater, con un artículo que expresa un talante y una presencia, es otra cosa: es el intelectual que en medio de la gente se hace oír, ¡y de qué forma!, después de pedir disculpas por las molestias ocasionadas.
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