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Tribuna
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La desconfianza

Estoy seguro de que publicar el nombre de los condenados por pegar a sus mujeres no va contra la Constitución, ni siquiera contra la Biblia: Dios marcó al criminal Caín. Y las mujeres víctimas de esa tortura permanente en la soledad de sus casas, en su propio refugio convertido en cotidiano infierno, estarán seguramente de acuerdo con que publiquen nombres, y más, fotos de los hombres que pegan, e incluso habrá quien defienda que los indeseables reciban una paliza, una sola y buena paliza, por las tantas que ellos han dado y están dispuestos a dar.Bono en La Mancha y Zarrías en Andalucía han recogido la voz de la indignación contra el mal. El razonamiento de Zarrías me parece impecable: las sentencias son públicas, así que los periódicos pueden airearlas. El Instituto Andaluz de la Mujer recomienda además a la prensa que inserte fotos de los delincuentes, estupendos chicos del barrio, torturadores hogareños. Bono recurre a palabras de profeta: que la vergüenza y el escarnio caigan sobre los malvados.

Yo creo que estas actitudes políticas y populares demuestran una desconfianza total en los tribunales y sus sentencias: la vergüenza y el escarnio serían dos frutos de la justicia de la calle, el castigo que el pueblo inflige a los delincuentes.

Escarnio significa insulto, humillación extraordinaria, vergüenza. Es recuperar la tradición del suplicio como escaparate degradante y ejemplar, horca o cruz, cortar una oreja o la nariz o una mano, aunque el castigo público de hoy se limite a una foto y un nombre en un periódico, pena suave, casi honorífica, menos una picota que una especie de cuadro de honor del horror en los periódicos. No se trata de saña, sino de prevención contra los delincuentes, pues parece que la usual justicia del Estado es incapaz de proteger con eficacia a los ciudadanos. ¿No existen países ultramodernos donde la ley acata el deseo popular de marcar al delincuente para defenderse de él? Estados Unidos, por ejemplo, con sus reos encadenados, y sus brazaletes sonoros, y sus letreros infamantes que identifican al ladrón y al borracho. La degradación no es el principal objetivo: se busca el desenmascaramiento para provocar la hostilidad defensiva contra el malhechor. Así ocurre en Suecia, donde se publican fotos de la familia apaleada y del apaleador familiar.

Que, para defendernos con mejores armas, caiga un foco sobre el mundo secreto del delito, dicen algunos, aunque los últimos legalistas defiendan el derecho a la reinserción del malhechor y recuerden su posible recuperación para el bien. No lo marquéis con la insignia del club del crimen, dicen. Muchos delincuentes son tan irrecuperables y tan sin remedio como la mayoría de los seres humanos, pero me parece bueno suponer y simular que tenemos remedio y podemos mejorar: somos perfeccionables, o deberíamos actuar como si lo fuéramos. Y, si no estoy en contra de que los periódicos difundan una sentencia firme (cuando lo juzguen interesante, jamás por obligación o publicidad pagada), me asusta la exhibición del mal para vergüenza y escarnio de los malvados, que, según la nueva mentalidad moderna, merecen ser humillados y ofendidos en la misma medida en que humillaron y ofendieron a sus víctimas.

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